Algo sobre mi amistad con Julio Scherer

AutorEnrique Krauze

Cicerón decía que el enemigo principal de la amistad es la política. Julio y yo salvamos el obstáculo por dos motivos: nuestra convergencia en la lucha por la democracia y la libertad en los últimos 25 años del siglo XX y el afecto genuino que nos tuvimos, fincado en el conocimiento de nuestras vidas.

Lo conocí en Excélsior en abril de 1976, hace exactamente 40 años. Le llevaba mi primer libro. Desde el 68 me había convertido en un lector asiduo de Excélsior, sobre todo de aquella incomparable página editorial en la que publicaban autores de varias generaciones, desde don Daniel Cosío Villegas hasta Hugo Hiriart, pasando por Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia y Ricardo Garibay. Cada domingo devoraba el Diorama de la cultura (con el "Inventario" de José Emilio Pacheco) y cada mes Plural, la revista cultural dirigida por Octavio Paz, donde había comenzado a publicar reseñas de libros en 1975. Con todo aquel bagaje de gratitud ante el periodis-ta que había dignificado la política y la literatura entré en esa oficina de techos altos. No recuerdo de qué hablamos pero sí el intercambio final: "Adiós, don Julio", "Adiós, don Enrique". Nuestra despedida fue una bienvenida.

En julio de ese año sobrevino el golpe a Excélsior. La plana completa de Plural renunció en solidaridad. Meses más tarde acompañé a Octavio Paz, Gabriel Zaid y Alejandro Rossi a la reunión fundadora de Proceso en el Hotel María Isabel. También ellos fundarían una revista independiente, Vuelta, que aparecería en noviembre de 1976. (Yo me incorporé desde los primeros números.) Aunque separados por el género y la periodicidad, nuestras publicaciones eran hermanas por su común defensa de la libertad. Y de hecho, cuando en 1978 el secretario de Gobernación Jesús Reyes Heroles ofreció a Scherer reintegrarlo a Excélsior, Octavio y yo acudimos como testigos de la negociación que finalmente no fructificó. Se dijo que el motivo fue la filtración pública de las gestiones por parte del gran corresponsal de The New York Times, Alan Riding. Pero también es verdad que Scherer no quería deber favores al gobierno. Esa negativa fue uno de sus grandes aciertos, porque trazó la línea irreductible de Proceso.

El grato recuerdo de "Don Jesús, el del gran poder" me lleva a consignar una deuda personal con Julio. Hacia 1977 la empresa familiar que mi padre había fundado decenios atrás atravesaba una crisis. Éramos objeto de amenazas. Desesperado e inexperto, pensé que debía buscar consejo y apoyo. Acudí a las oficinas de Proceso y pe-dí hablar con Scherer. Al escuchar mis primeras palabras se incorporó de su asiento pidiéndome que saliésemos a dar una vuelta a la manzana. Le narré mi predicamento. Me escuchó no sólo con atención sino con rabia contenida: no sé qué cuerda personal le tocaba, quizá los vejámenes que sufrió su propio padre en tiempos de Alemán y que Julio me referiría años después. "No se preocupe, don Enrique. Voy a hablar con don Jesús, y él nos aconsejará." No hubo necesidad. Los abogados que conocí enseguida se hicieron cargo del problema. Pero el apoyo de Scherer me dio la fuerza para ver la luz al...

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