El bombero al que nadie llamó

AutorWilbert Torre

Rafael Hernández despertó antes de las seis de la mañana y se sentó al filo de la cama. Había tenido días difíciles -extrañaba a sus hijos y lo mataba la monotonía de su empleo de vendedor en una tienda de televisores en Nueva York-pero el martes 11 de septiembre de 2011 amaneció de mejor humor: Arned Azis, su patrón, un musulmán paquistaní, le había autorizado unos días para recuperarse de seis semanas de trabajo sin descanso. Se lavó la cara y los dientes, se vistió, se revisó los bolsillos para asegurarse que llevaba las llaves y la placa que siempre portaba con él y salió del departamento que rentaba en la avenida Roosevelt, en Queens.

Lo acompañaba Jaime, un amigo mexicano con el que compartía cuarto. Caminaron frente a las taquerías y abordaron el metro, que a esa hora corre a toda velocidad llevando en sus entrañas ejecutivos de Wall Street, meseros, médicos, albañiles...

Cuando el tren salió del túnel la silueta de Manhattan emergió iluminada por un sol otoñal. Habían planeado pasar unos días en los casinos de Atlantic City. En el metro intercambiaron opiniones sobre la empresa que elegirían para viajar: un par de ellas obsequiaba cupones de 30 dólares para las apuestas. Verían a dos amigas peruanas a las 8:30, a tres calles del World Trade Cen-ter. Hernández se había disfrazado de turista: camiseta, jeans y tenis.

Llegaron media hora antes y caminaron a la esquina de Fulton y Church. Hernández, de 1.65, piel chocolate y nariz aguileña, tenía un cuerpo de luchador: la espalda ancha, brazos grueso y un tórax de cantante de ópera. Sintió hambre y caminó a una tienda donde compró un café y un sándwich de jamón y queso. Cuando regresó encontró a su amigo leyendo el New York Post.

"Ya es tarde y no aparecen estas mujeres. ¿Vendrán en camino?", preguntó.

Los segundos siguientes fueron confusos: rugido en el cielo, la panza de un avión demasiado cerca, una explosión, un hongo de humo y fuego. Hernández creyó que se trataba de una de esas películas que se filman en Nueva York. Años atrás había visto en las calles de Manhattan una escena en la que Samuel L. Jackson volcaba una patrulla, y el fuego y los heridos eran tan reales que no parecían ficción.

"¿Será un truco de cine?", preguntó en voz alta.

Su amigo estaba mudo, con los ojos desorbitados y las manos en la cabeza. Corrieron en sentido opuesto a las torres. La gente a su alrededor miraba los edificios verticales recortados por un cielo sin nubes. Sobrevino un torbellino de papeles y pedazos de metal. Se alejaron para ponerse a salvo y de pronto Hernández se detuvo. Su deber era acudir a las torres. Le pidió a su amigo que convenciera a las peruanas de que lo esperaran: regresaría para ayudar como voluntario.

En la Zona Cero

Rafael Hernández era bombero.

Sabía que en los siguientes minutos ocurriría una gran movilización. Eso lo había aprendido en su niñez, que había transcurrido entre historias de rescates en el batallón de bomberos al que pertenecía su papá, en la Ciudad de México. Antes de que le creciera el bigote, Hernández comenzó a sentir una poderosa atracción por las emergencias. A los 14 años se metió entre las llamas que devoraban el edificio Astor en el Distrito Federal y tres años después ya era paramédico y bombero. Era el comienzo de un largo camino que lo llevaría a conocer medio mundo para paliar los efectos de huracanes, incendios y terremotos.

Corrió en dirección alWorldTrade Cen-ter hasta que llegó a la estación de Liberty y Church. Se echó la mano al bolsillo derecho y aproximándose al hombre que repartía órdenes a gritos le mostró su placa del Heroico Cuerpo de Bomberos de México, un pedazo de metal dorado en forma de corazón.

"Vengo a ayudar. Soy bombero, soy mexicano", se presentó.

El capitán, un rubio fornido que llevaba en la camiseta el apellido Jefferson, le ordenó que fuera por un casco y una chaqueta y que se uniera a un grupo de bomberos que se dirigía a las torres. Hernández se echó al cuello la chapa y al llegar al World Trade Center vio que una decena de policías muy nerviosos intentaba comunicarse con otros oficiales con sus radios portátiles. Uno de ellos dijo que se preparaban para evacuar.

Volvió a mirar hacia al cielo. En la torre debía haber miles de personas atrapadas. Alguien gritó que no servían los elevadores y que las escaleras estaban obstruidas. Un grupo de bomberos corrió hacia los elevadores de emergencia y fue detrás de ellos. Dos forzaron la puerta con una llave especial. Cuando se abrió, el cubo escupió una lengua de fuego.

Hernández no dejaba de mirar hacia la parte alta del edificio. La columna de humo se había propagado y era difícil ver con claridad. Con un gran esfuerzo pudo notar una línea de fuego y calculó que debía ser el piso 70. Un policía lo cogió de un brazo y lo sacudió con fuerza.

"Vaya a ayudar a una persona cerca de la entrada del edificio. Es una mujer con el tobillo roto", le dijo.

Salió a la calle y se detuvo a dos pasos de la puerta. Recorría la zona con la vista para encontrar a la mujer cuando algo pasó junto a él. Sintió un viento ligero y escuchó un golpe seco. No sabía de qué se trataba. Volvió a mirar al cielo y entonces lo entendió todo: había personas lanzándose al vacío.

Un hombre cayó junto a él y más allá una mujer se estrelló en el piso. Llevaba un bebé en los brazos. "Esto no puede estar sucediendo", se dijo Hernández; cerró los ojos y sacudió la cabeza. Ya no fue en busca de la mujer con el tobillo roto. Pensaba en la gente atrapada en el rascacielos y en la angustia de sentirse abrazada por el fuego. En 25 años como rescatista nunca había visto a alguien saltar a la muerte para escapar de la muerte. "¿Qué infierno es este? -se preguntó -. Dios mío ¿cómo los vamos a ayudar?"

Cuando salió de su aturdimiento corrió a donde unos 30 bomberos y paramédicos subían las escaleras en tropel. Se les unió y varios pisos arriba un capitán los dividió. Le dijo que no podía ir más allá porque no llevaba más protección que una chaqueta, unos guantes y el casco. Estaba en el piso 28.

"Ahí está una mujer embarazada en trabajo de parto", le dijo apuntando una esquina "Hágase cargo de ella. Llévela fuera y póngala en manos de los paramédicos".

Era una rubia de ojos azules y una panza enorme. La levantó sin decirle nada y comenzó a bajar las escaleras con la mujer en los brazos. Escuchaba gritos de gente presa del pánico y a su paso veía, en los descansos de las escaleras, personas con quemaduras en el rostro, los brazos y las piernas.

Del otro lado del muro de cristal podía observar una columna de humo en la torre sur. Todos, excepto los viejos y los heridos, corrían sin control escaleras abajo. Algunos chocaban de frente con los bomberos que subían.

Bajaba las escaleras con dificultad, tratando de mantener el equilibrio en medio de la multitud. Hacía calor y el humo de los...

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