Cien años después. El porfiriato: Principio y fin

AutorLa Redacción

Tal vez Porfirio Díaz conoció la frase en el seminario de Oaxaca o la escuchó en labios de su maestro, el latinista Benito Juárez. El caso es que en 1911 el Sol naciente se llamaba Francisco I. Madero. Su triunfo despertaba una esperanza tan grande que ningún poder humano sería capaz de realizar.

A unos meses de la apoteosis que significaron las fiestas del Centenario el Caudillo estaba solo. Todos lo abandonaban, en particular quienes juraron ir con él hasta la ignominia. Divide y perderás: había jugado uno contra otro a los dos pilares de su régimen: Bernardo Reyes (las fuerzas armadas) y José Yves Limantour (las finanzas). Limantour trató de salvarse del hundimiento general y nada más aceleró la caída de todo. Por exigencia suya el único general que hubiera podido encabezar la represión (era un joven de 60 años entre veteranos de 80) se hallaba congelado en La Habana.

El edificio porfiriano sustentado en la miseria y la corrupción se vino abajo con dos golpes mortales: la caída de Cuernavaca a manos de Emiliano Zapata y de Ciudad Juárez por obra de Francisco Villa y Pascual Orozco. (Hoy como ayer Ciudad Juárez y Cuernavaca.) El régimen hizo todas las concesiones posibles excepto una: la renuncia del general que había regido a México durante 35 años. Madero se mostró inflexible. Además, Díaz ya no contaba con Washington. Veinte mil hombres a las órdenes del general Frederick Funston acordonaban la frontera y la armada del presidente Taft bloqueaba los puertos mexicanos.

Bajo una lluvia de balas

La majestad caída de Juan A. Mateos (1831-1913) fue la última novela de la generación liberal. En sus páginas finales Mateo dejó una crónica inmediata de la caída de Porfirio Díaz y el fin del porfiriato. La Cámara de Diputados se ve atestada por una multitud. Espera el grito que al fin da el adolescente Adolfo León Osorio: “¡La renuncia!”.

La muchedumbre abandona el recinto de Donceles y contagia de su furia al gentío que brota de los barrios populares, derriba los tranvías, rompe los escaparates y asalta las tiendas. Cuando el ataque llega a los muros del Palacio Nacional la tropa dispara desde los edificios que rodean el Zócalo y hay muertos y heridos. Llega la hora tan temida por los habitantes de la capital: la insurrección de los siempre excluidos y despreciados. Es como el motín de 1692 o la rebelión de La Acordada que en 1829 arrasó con El Parián, el primer centro comercial de América.

Se teme por la vida del ídolo de ayer (y por lo...

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