Gabo, el taxista

Ya le había anunciado a mi mujer, Angélica, que no contara conmigo hasta que hubiese terminado la novela -actitud con la que, en forma modesta, trataba de imitar pálidamente al mismo Gabo que, según rumores persistentes, se había encerrado durante 18 meses para escribirla mientras su querida Mercedes empeñaba y vendía todos los haberes de la familia. Mi lectura tardó menos, por cierto, que eso: comencé a leer en la noche y me empeciné hasta el amanecer. Tal como el último de la dinastía de los Buendía, no podía dejar de devorar el texto, con la esperanza de que el mundo que había comenzado con un niño tocando un pedazo mágico de hielo en el Paraíso no sucumbiría a esa otra constelación de hielo que es la muerte. Me desesperaba ese posible desenlace porque noté de qué manera la extinción iba rondando a cada generación de la familia, cada acto de alegría y exuberancia, y temía que no solo aquella estirpe, sino que también toda América Latina, terminarían devastadas por el torbellino de la historia.

Mi único problema al arribar a la última frase -donde lectura y acción, historia y ficción, sujeto y objeto, se fusionaban-era que me aguardaba la titánica tarea de escribir la primera crónica en el planeta -que Gabo me dispense si exagero- sobre aquella obra más que titánica. El destino me deparó (para usar una frase que nos enseñó el mismo García Márquez) una triste solución: descubrí que ese mismo día me habían censurado en la revista una entrevista a Nicolás Guillen y mi renuncia a trabajar en Ercilla me libró de la necesidad de escribir la reseña, pude convertirme en un lector ordinario de aquella obra maestra y no tuve que escribir mil palabras sobre aquellos cien años de soledad.

Cuando le conté esta anécdota a Gabo en Barcelona varios años más tarde -era marzo de 1974, seis meses después del golpe contra Salvador Allende-, se rio so-carronamente y dijo que era una suerte para mí y para él que yo me hubiera convertido, a la fuerza, en un lector común y corriente, ya que era para ellos que él escribía y no para los críticos, que siempre buscaban en forma insensata un quinto pie a todo gato -"y, a veces, sabes," me dijo ese gran fabulador, "los gatos no tienen más que cuatro patas". Al concluir aquel almuerzo inagotable tuve otra muestra de cómo Gabo, amante de los mitos y los excesos, se enraizaba siempre en lo menudo y cotidiano. "Te voy a llevar," me dijo, "donde Mario" -se refería a Vargas Llosa, que era, por ese entonces, su amigo del...

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