Los infiernos de Ladydi

AutorJennifer Clement

Corre y escóndete en el hoyo. ¿Qué dijiste, mamá? Corre y escóndete en el hoyo. Ahora mismo. Calla. ¿Qué? Calla. Calla. Mi madre estaba afuera cuando vio una camioneta color marrón a lo lejos. Más que verla propiamente, la oyó. Hubo un silencio en la selva conforme los insectos y los pájaros se acallaron. Rápido, dijo, corre. Corre.

Salí corriendo por la puerta hacia el pequeño claro a un lado de la casa y bajo una pequeña palmera.

El hoyo estaba cubierto con hojas de palmera secas. Hice a un lado las hojas con forma de abanico y me metí arrastrando. Desde dentro, alcancé las hojas y las coloqué otra vez sobre la apertura.

El hoyo era demasiado pequeño. Mi padre lo había cavado cuando yo tenía seis años. Tuve que ponerme de costado con las rodillas pegadas al pecho, como los esqueletos hallados en tumbas antiguas que había visto por televisión. Podía ver huecos de luz que asomaba entre el techo de hojas.

Oí el ruido de un vehículo que se acercaba. La tierra alrededor de mí tembló cuando la camioneta llegó a nuestra casita y se detuvo en el pequeño claro, justo arriba del hoyo y arriba de mí.

Mi reducido espacio se oscureció, acostada yo a la sombra del vehículo. Entre las hojas pude ver la parte de abajo de la camioneta, una red de tubos y metal.

Arriba de mí el motor se apagó. Pude oír el sonido del freno de mano cuando jalaron la palanca. Se abrió la puerta del lado del conductor.

Una bota vaquera café de tacón alto pero cuadrado y masculino bajó del auto.

Esas botas no eran propias de esta tierra. Nadie usaba botas así en este calor.

De pie, con la puerta del coche abierta, miraba en dirección a mi madre. Desde el hoyo yo sólo alcanzaba a ver las botas de él y las chancletas rojas de plástico de ella, frente a frente.

Buenos días, madre, dijo él.

La voz del hombre no era propia de esta tierra. Las botas y su voz eran del norte de México.

¿Siempre hace tanto calor por acá?, preguntó. ¿Como a cuánto estaremos?

Mi madre no respondió.

Ay, madre, baje esa pistola.

Se abrió la otra puerta del coche.

No pude voltearme en el hoyo para tratar de ver, así que sólo escuché.

Del lado del pasajero de la camioneta bajó otro hombre.

¿Me la desaparezco a balazos?, preguntó el segundo hombre. Tosió y resolló después de hablar. Tenía una voz asmática del desierto, una voz de serpientes de cascabel y tolvaneras.

¿Dónde anda su hija, eh?, preguntó el primer hombre.

No tengo ninguna hija.

Ay, claro que sí. No me mienta, madre.

Oí un balazo que dio en la camioneta.

...

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