Morir a tiempo

AutorJulio Scherer García

Una pesadilla me arrojó fuera de la cama. Cuatro sujetos salidos de no sé dónde pretendían violarme. Ya me habían despojado del cinturón y se empeñaban en bajarme los pantalones. Yo gritaba, manoteaba, pateaba y en una de ésas me vi en el piso de la recámara. Mi cabeza había rebotado contra la madera dura de un sillón y yo sentí que me abrí en pedazos. Me asustó un calor desconocido que me recorría la espalda. Quise mover las manos y las encontré sin fuerza. Los dedos también estaban inertes. Algunos de mis hijos ahí presentes me pidieron que procurara moverme a fin de acomodarme en una silla. El propósito resultó inútil. Me encontraba paralizado.

El viaje en ambulancia hasta Médica Sur fue a toda velocidad, enloquecedora la estridencia chillona de la sirena del vehículo. Me acompañaban dos de mis hijas. Yo sentía la muerte y la deseaba como una obsesión. No tuve un pensamiento para Dios o el más allá, una añoranza para Susana, algunas palabras silenciosas para mis hijos, para mis amigos hermanos, para los muchos que me han dañado. Tampoco supe del arrepentimiento por la vida torpe que había llevado. La ambulancia llegó finalmente y, en el quirófano, la obscuridad me envolvió.

Al despuntar la borrosa claridad después de la cirugía, fracturada la cadera, sentí que mi cuerpo estaba hecho para el dolor. No habría podido distinguir entre la tortura que desgarra el estómago y los estragos de una muela podrida que destroza la boca. Entreabrí los ojos y vi a Adriana, su rostro tan cerca del mío como si se dispusiera a abrazarme.

-Papito -escuché en un tono desgarrado.

-Ya suéltenme -alcancé a decirle.

-Papito -repitió bañada en lágrimas.

-Hija, no quiero vivir días inútiles cargados de sufrimiento.

Con las fuerzas que me quedaban, alcancé a decirle:

-Me quiero ir.

-Voy a hablar con mis hermanos -me dijo.

En las reuniones familiares algunas veces habíamos hablado de la muerte. Yo decía que la vida no se había hecho para que ésta durara, que había un momento en el cual uno debería irse.

Cuento todo esto sin pesar. No me tengo lástima.

En el tiempo del hospital conocí las alucinaciones, voces destempladas que me aturdían con un lenguaje áspero. Resentí los puñetazos sobre el rostro y el cuerpo. Vi caras desconocidas en mi cuarto de terapia intensiva. Las contemplé multiplicadas en los días inacabables de hospitalización. En el piso vi piojos güeros y gordos que me devoraban.

Los delirios me acosaban. Sin noción, la semiinconsciencia persistía hasta que la claridad del día se transformaba en una sombra densa. En la tortura supe de Susana abandonada en la niebla. Supe también de mis hijas, a disposición de monstruos sin nariz. Contemplé serpientes blancas y leones negros de tamaño descomunal.

Una enfermera me despertó súbitamente con voz queda:

-¿Qué pasa? -acerté a decir.

-Gritaba usted, don Julio.

Yo miraba a la mujer de bata blanca, asustado y sin duda con fiebre alta.

-No pasa...

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