Para que no se olvide

AutorRafael Rodríguez Castañeda

A partir de 1967 y hasta entrados los ochenta, el Ejército mantuvo en la sierra de Guerrero la mayor operación militar de que se tenía memoria en época de paz. Y aunque los grupos guerrilleros de Genaro Vázquez y Lucio Cabanas terminaron de hecho con las muertes de sus legendarios líderes, las fuerzas armadas no desocuparon la región, bajo el pretexto de la tradicional violencia guerrerense y de la lucha contra el narcotráfico. Por la efectividad de sus acciones los jefes militares cobraron altos réditos, sucesivamente, a los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo y Miguel de la Madrid. El Ejército fue modernizado, premiados algunos de sus generales con concesiones de poder político y multiplicados sus recursos materiales, económicos y humanos gracias a la presión de los respectivos secretarios de la Defensa, generales Marcelino García Barragán, Hermenegildo Cuenca, Félix Galván y Juan José Arévalo Gardoqui.

Además, el Ejército obtuvo un ilimitado campo de acción en materia represiva. Los altos mandos militares formaban parte de la dirección central de lo que bien podría calificarse como la guerra sucia mexicana, que muchas semejanzas tuvo con las del Cono Sur. Guerra en la que compartieron "méritos" soldados, oficiales, funcionarios de la Defensa, por una parte, con sus colegas de las corporaciones policiacas, legales y anticonstitucionales, por la otra.

Los campos militares fueron centros operativos de la lucha antisubversiva. Sus cárceles, que por ley deben alojar sólo a reos de las fuerzas armadas, se utilizaron como prisiones clandestinas para civiles. Algunos de los llamados desaparecidos políticos reaparecieron y dieron testimonio de lo que ocurría en esas cárceles; otros muchos jamás fueron vistos de nuevo.

Abierto por primera vez a policías y detenidos civiles en 1968, el Campo Militar Número 1 se convirtió en el centro coordinador del Ejército con las corporaciones policiacas en el combate contra los "subversivos". Ahí vio la luz y ahí tuvo su sede la Brigada Blanca, una especie de escuadrón de la muerte formado por militares y por elementos selectos de diversos cuerpos policiacos estatales y federales. La Brigada Blanca actuó como un organismo paramilitar sin más regla ni freno que los que imponía el criterio de sus jefes.

En esta guerra sucia tuvo un papel preponderante la Dirección Federal de Seguridad, una dependencia de la Secretaría de Gobernación creada para la información y protección del presidente de la República, que se convirtió en instrumento de investigación, primero, y de represión después. La Federal de Seguridad era la policía política que todo régimen autoritario necesita y le tocó cumplir una función casi tan importante como la del Ejército. Sus agentes y comandantes participaron en la cacería de activistas del 68 y luego, en todo el país, de miembros de las guerrillas, de los sospechosos de serlo, de sus amigos, de sus familiares.

A la cabeza de esta persecución estuvo, de forma destacada, uno de los policías políticos más temidos de la segunda mitad del siglo XX mexicano: Miguel Nazar Haro.

Miguel Nazar Haro fue pieza clave en la guerra sucia mexicana. Se preparó en la Escuela de las Américas, en la Zona del Canal de Panamá, en la cual el Pentágono había entrenado a generaciones completas de miembros de las fuerzas de seguridad de los países latinoamericanos. Ahí estudió Nazar cursos de antiguerrilla y dio forma a su segunda gran vocación: el anticomunismo, que marcó su trayectoria dentro de la DFS como agente, comandante, subdirector y director. Y, en particular, se interesó en profundizar sobre la penetración del comunismo en Centroamérica. Años más tarde, esta especialización lo ayudó a convertirse en un contacto indispensable para las oficinas del FBI y de la CÍA en México.

Era hombre invaluable para el sistema. Dominaba los hilos del poder, conocía la psicología humana y poseía...

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