El periodismo frente al poder

AutorJulio Scherer García

Dos esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego, estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.

Un día me dijo que era como una espina y sudaba hasta empapar la camisa.

-No le creo -le dije.

-Sudo como un gordo.

-¿Usted?

-Me consumo.

Otro día me confió de su paso por la Secretaría de Gobernación, un pasatiempo en comparación con su responsabilidad de esos días: presidente de México.

-En términos humanos, no políticos ni históricos, ¿cuál es la diferencia? -le pregunté.

-Las cuerdas.

-No le entiendo, señor presidente.

-El secretario de Gobernación boxea en un ring protegido por cuerdas. El presidente de la República pelea en un ring sin cuerdas. Si cae, cae al vacío.

Me miró a los ojos:

-No puede caer.

-¿Y si lo tocan?

-No puede caer, le digo.

(...)

Fui elegido director general de Excélsior el 31 de agosto de 1968. El país se endurecía, también el diario. Permanecí al lado de mi antecesor, don Manuel Becerra Acosta, hasta el día de su muerte. Fui su auxiliar. Afirmó en mí el orgullo por la profesión. Hizo del periodismo una convicción y una pasión.

El mismo día de la designación me llamó el presidente Díaz Ordaz por teléfono. Felicitaciones. Detrás de él, todos sus secretarios, los gobernadores, los senadores, los diputados. El milagro de la unanimidad es asunto ordinario en el gobierno. Llovieron telegramas de los prohombres de la iniciativa privada. En el edificio de Reforma 18 cantaron los mariachis, escuché promesas de lealtad, fui abrazado hasta quedar exhausto. Observada desde el exterior, la alegría es siempre igual a sí misma. Hacia adentro tiene mil lenguajes. No hay alegría sin una responsabilidad que la limite, alguna preocupación que la ensombrezca. No es como la euforia, una embriaguez. Menos como el éxtasis, que se da en el amor.

Eran los días de los estudiantes, posesionados del corazón de la ciudad. Sus manifestaciones por el Paseo de la Reforma, rumbo al Zócalo, causaban tensión en el interior de la cooperativa. La multitud estallaba en injurias a su paso por Excélsior. "Prensa vendida, prensa vendida", gritaba. Eran miles los puños en alto, los rostros descompuestos, la ira en la piel.

No ocultábamos las noticias. Tampoco la magnitud del fenómeno. En aumento incesante, nuestras ediciones consignaban desplegados de todos tamaños en apoyo al movimiento estudiantil. Aumentaba también el número de telefonemas a mi oficina que recomendaban prudencia.

En nuestro oficio sabemos que no hay manera de resistir un suceso. Es el vacío que se abre. Se traga al reportero, al canonista, al escritor hecho en la tinta de la información. Me decía el sub-director, Alberto Ramírez de Aguilar: "Un acontecimiento me sacude. Cuando me acuesto, me duelen los huesos". En las páginas del diario, el canto y la rabia estudiantil mezclados, se abrían paso por sí mismos, inevitablemente.

(...)

Convocó el presidente de la República a los representantes de los medios de comunicación el 5 de octubre a mediodía. Nos reuniríamos en el edificio de la Comisión Organizadora de la Olimpiada, en Lieja y Paseo de la Reforma. La cita era para conversar largo. Comeríamos juntos.

No llegó Díaz Ordaz. Martínez Manautou lo exculpó sin argumentos. "Contrariando sus deseos", empezó. Todos entendimos. Tlatelolco pesaba en el ánimo presidencial.

Había tensión en el comedor dispuesto para el agasajo. Algunas bromas, sin humor, endurecían el ambiente. Díaz Ordaz, coincidían los asistentes, era un patriota. Su mano firme había salvado la Olimpiada y conservaba limpia la imagen de México ante el mundo. "Estudiantes y alborotadores habían dejado al gobierno sin salida", argumentaban los profesionistas de la comunicación, eco de sus empresas.

Saludé a Martínez Manautou. Fue cordial. Su buena educación llega al refinamiento. Como un maniquí le sienta el traje. Rara vez filtra su rostro las turbaciones de las que nadie escapa.

No advertí el momento en que uno de los dos levantó la voz. Ignoro cuál sería mi grado de excitación, no el suyo. Estaba descompuesto.

-Traicionaste al presidente.

-No me digas eso.

-Quiere que lo sepas, que así entiende tu actitud.

Pregunté:

-¿Y tú estás de acuerdo?

-A nadie como a ti ha distinguido con su amistad.

No esperaba una acometida así. Oscurecía la frase una relación de muchos años.

-No mezcles las cosas, Emilio. No tienes derecho.

(...)

Llegó la noticia, al fin. El presidente me recibiría en Los Pinos. Llegó también la advertencia: cinco minutos.

Frío, de pie, me felicitó por el año nuevo y me preguntó por mi familia, no por mi trabajo; se interesó por mi salud, no por mis proyectos. A su vez me habló de su familia, no del gobierno ni de sus colaboradores; de su amigo de la infancia, Bautista, no del país. Abordó con desgano algún dato de su propia niñez y luego, sin que viniera a cuento, me dijo malhumorado:

-No hay manera de darle gusto a nadie. Si mis hijos van a la escuela en un automóvil usado, soy un avaro y un hipócrita. Si se presentan en un carro último modelo, soy un cínico y un hijo de la chingada.

-¿Y qué hace usted, señor presidente?

-Nada. Dejo que ellos decidan.

-Quisiera que habláramos del 2 de octubre, señor presidente.

-No.

-Le ruego.

-Le repito que no.

-Permítame insistir.

-¿De veras quiere que hablemos?

-Sí, señor presidente.

Ya sentados, el escritorio de por medio, me dijo:

-Sólo una pregunta: ¿continuará en su actitud, que tanto lesiona a México? ¿Continuará en su línea de traición a las instituciones, al país?

-La cajetilla es una sola, señor presidente. Lo que usted ve no lo veo yo y lo que yo veo no lo ve usted. Existen respecto de Tlatelolco, por lo menos, dos puntos de vista. Conversemos, se lo ruego.

-Es inútil -cortó.

Teníamos claro que no era la función de Excélsior complacer al presidente ni servir al gobierno. Echeverría era un hombre entre los hombres y si se equivocaba, se equivocaba él y no sus secretarios. Y si cometía errores los cometía él y no sus ayudantes. Y si mentía él era el falaz y no los críticos de su política. No se sumó Excélsior a otros diarios en el rito de la adulación al poder. No identificó al presidente con la patria.

Permanece el periodismo en los seres que viven y en las cosas que son. Su grandeza es la del hombre. Su poesía es la del agua que corre sin agotarse. La existencia cotidiana era más rica y compleja, más atractiva y dramática, más novedosa y sorprendente que la actividad de Echeverría y el sistema detrás de él y detrás del sistema las legiones y la lisonja y las frases inauditas consagradas al jefe: "Con usted hasta la abyección, señor presidente".

No inmortaliza la palabra presidencial ni cambia la naturaleza el soplo de su aliento. Sin embargo, habíamos dedicado al presidente nuestros encabezados de la primera plana con monótona regularidad. Abandonábamos la costumbre. Más y más descendían al centro de la página frontal del diario y aun a sus páginas interiores los discursos de Echeverría. Pasaba a mejor vida la sección de sociales, catálogo de matrimonios, fiestas, modas, bautizos, confirmaciones, banquetes. Desaparecía el Día de las Madres con el mensaje del Papa a las cabecitas blancas y el festejo del 10 de mayo en el Auditorio Nacional, el director del periódico a un lado de la primera dama, cortesano obligado. Crecía el número de reporteros que se hacían de un prestigio propio, enriquecíamos la información internacional con servicios en todo el mundo. Las páginas editoriales eran cabalmente independientes y en la sección deportiva se hablaba de los ratoncitos verdes en pos de gloria. Crecía el encono en contra nuestra, florecía la calumnia. Bajo la firma apócrifa de un tal José Luis Franco Guerrero circuló un cuadernillo quincenal titulado Las malévolas noticias de Excélsior. Sin pie de imprenta circuló El Excélsior de Scherer, firmado por un nombre de paja, Efrén Aguirre. No hubo límite en la ofensa a trabajadores y colaboradores de la cooperativa. Supe por el anónimo que era un degenerado sin redención. A don Daniel Cosío Villegas se le quiso manchar con páginas viles, Danny el Travieso, obra con adjetivos y sin rostro visible.

Había, sin embargo, otros signos: el presidente de la República abogaba por una información sin inhibiciones, crítica. Reiteraba, en público y en privado: un gobierno honrado y una prensa independiente son puntales de la sociedad democrática. (...)

Animosos y sonrientes, observé al licenciado Luis Echeverría y a don Daniel Cosío Villegas en una comida a la que invitó el escritor, ya entrado 1974. Allí se encontraban Octavio Paz, Víctor Urquidi, Mario Ojeda, Luis González, Mario Moya Palencia, Porfirio Muñoz Ledo, José López Portillo, el secretario de Hacienda que rondaba el poder.

La cita fue a la una y media de la tarde, un sábado. Don Daniel sufría de hipoglucemia y si no se ajustaba a un orden en el horario de las comidas, el dolor lo inutilizaba. Además, le gustaban los huisquis y se daba tiempo para disfrutarlos con sus invitados. Yo llegué el primero. López Portillo fue el segundo. Poco a poco todos los demás.

Conversábamos en el jardín bajo un clima benigno y el presidente no aparecía. A las dos y media don Daniel indicó que la señora de la casa, doña Ema, nos pedía que pasáramos a la mesa. López Portillo suplicó que aguardáramos unos minutos. Si aún no llegaba el invitado principal era debido a su condición de presidente y a su celo de hombre responsable. A todos nos constaba que aun en el sueño velaba. Media hora después, se escuchó de nuevo la voz de don Daniel: -Pasamos, por favor.

-Yo le ruego, don Daniel -intercedió por segunda vez López Portillo.

...

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