El poder y la calumnia

AutorJulio Scherer García

La calumnia desde el poder es un crimen a mansalva. Requiere de la alevosía para mantener en la sombra a su autor; requiere también del abuso, la disputa desigual. Traiciona, además, porque finge cercanía o amistad por la víctima.

Calumnia el débil moral, al margen de su cultura o su sapiencia. Calumnia el vencido, sin energía para un enfrenta-miento real. A todos puede rondar en algún momento la idea de herir mortal-mente a su adversario, pero si la calumnia nace en el ámbito presidencial, el delito alcanza todo su hedor.

Hace algún tiempo inicié una amistad a fondo con Jorge Velasco. Me fue contando su vida, le fui contando de la mía. En Excélsior fuimos enemigos, al parecer irreconciliables. Fue expulsado de la cooperativa en 1965 y yo 11 años después. Habíamos peleado con todo, excepto con la maledicencia. Nos repugnaba su caldo de cultivo, el golpe por la espalda. No recuerdo de él una ofensa personal y estoy cierto de que nunca la tuve para él.

Hablamos de nuestro encarnizamiento y de las circunstancias que lo rodearon. Jorge y el grupo al que perteneció se entregaron al gobierno, en la cúspide el presidente Díaz Ordaz; Luis Echeverría, alfil de Díaz Ordaz y luego presidente, y Mario Moya Palencia, para siempre un delfín.

Hombre de orden, Jorge Velasco conservó los documentos de la época y la bitácora de aquellas jornadas. Algún día servirá todo esto, pensaba. Y así lo expresó, como al azar, en nuestras conversaciones insólitas.

Le pedí que detallara los acontecimientos. Me dijo que sí. Precisé, para escapar a cualquier equívoco, que me contara para hacer públicas sus palabras y reflexiones. Me dijo que sí. Le ofrecí lo que tenía para él, lealtad.

Trabajamos juntos y atamos cabos. El trío -Díaz Ordaz, Echeverría y Moya- minó Excélsior. No veía con buenos ojos su desempeño y jugó el juego perverso del poder en su propio tablero: fomentar el desánimo, sembrar la discordia, destruir paulatinamente.

Por aquella época circularon libros sin madre, nacidos del viento, sin registro ante la ley, sin derechos de autor, sin una editorial responsable, anónimos. Su difusión fue limitada, pero llegaron adonde debían llegar, al corazón de los conflictos envenenados: la libertad de expresión, la guerrilla, la matanza del 2 de octubre. El lenguaje brutal en que fueron concebidos y escritos acusa un ánimo de linchamiento. Pululan por ahí seres despreciables que deben ser destruidos, transmitía su lenguaje falsamente sibilino.

Los libros se llaman: El Excélsior de Scherer; Danny, el sobrino del Tío Sam. Biop-sia de un cínico; El Móndrigo y Qué poca mad... era la de José Santos Valdés. Los firmantes: Efrén Aguirre, Eugenio Ibarra, El Móndrigo y Prudencio Godines Jr.

El relato de Jorge Velasco me conduce y las palabras se van haciendo a sus recuerdos. Ocurrió algo parecido a una simbiosis entre dos antiguos contendientes. No hay una idea de más ni de menos en la crónica, un invento, alguna conjetura gratuita, acaso la luz cargada o disminuida en alguna escena o algún personaje. La historia aquí reseñada es historia en la vida de Velasco.

(Habla Velasco)

Yo, de otro nivel, comprometido con Bernardo Ponce, don Bernardo, había recorrido a tiempo los laberintos del periódico. Estaba preparado. Podría medirme sin dificultad con el gerente general. Lo desdeñaba. A don Bernardo se unieron figuras notables. Enrique Borrego, director de la Segunda Edición de Últimas Noticias, la Extra, la edición que nació con la Segunda Guerra Mundial, fue una de ellas. Gozó una época impecable en el desempeño de su oficio. Sus textos eran maliciosos, sutil el veneno que filtraba. Algo pasó con él, que su hombría se vino abajo. El día de su matrimonio, el presidente Adolfo Ruiz Cor-tines le regaló la concesión de la Lotería Nacional en Ciudad Juárez, negocio sin sobresaltos. Trastornado por una hermosa bailarina y cantante de Chihuahua, Yolanda de Anda, en días de alcohol y algo más quemaba vestidos de seda y arrojaba al excusado pulseras y collares que reponía en los amaneceres del amor.

Al cinco para las doce de la noche del viernes 9 de septiembre de 1966, Borrego se suicidó de un balazo. Sobre el buró de su recámara dejó escrito mi nombre y una palabra: "Avísenle".

Un año antes, su hijo, también Enrique, se había lanzado a la muerte desde un sexto piso. Alguna que otra vez aparecía por Excélsior. Recuerdo al muchacho, flaco, de ojos azorados.

Los hermanos del periodista, Armando y Salvador, don Bernardo, Oliverio Duque y yo nos trasladamos a Cuernavaca con la determinación, a la postre inútil, de evitar la autopsia, traumático el destaza-miento, el cuerpo tratado como despojo.

Contrastaban Armando y Salvador. Ni disfrazado del gigante Gulliver en la tierra de los enanos habría llamado la atención el primero de ellos. Salvador era de otra madera. Escribió Derrota mundial, visión del Apocalipsis. El suicidio de Hitler y el triunfo de Stalin se combinaban para que el comunismo se hiciera del orbe. En junio de 1968 habían circulado 34 ediciones del libro. Una de sus portadas muestra al führer con el brazo recto...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR