De política y cosas peores / Plaza de almas

En aquellos tiempos eso de ser conscripto en México era cosa muy seria. Cuando llegabas a los 18 años debías por fuerza responder al llamado del Ejército, vale decir de la patria, y hacer el servicio militar. Sólo así podías obtener la cartilla, documento más necesario entonces que la credencial de elector hoy. Sin la cartilla no podías entrar en las cantinas y congales, la más accesible forma de paraíso terrenal. Si no te registrabas "para marchar", marchabas. Eras considerado desertor, y podías ir a la prisión militar, donde había soldados mariguanos que te hacían objeto de abusos tan inconfesables que ni siquiera podías confesar. Así pues al llegar fatalmente a aquella edad -a todas las edades se llega fatalmente- acudías al centro de reclutamiento que te correspondía. Ahí te preguntaban tus generales -nunca faltaba quien respondiera: "Acabo de llegar; todavía no conozco a ninguno"-, te tomaban las huellas digitales y te citaban para que fueras tal día a tal hora a tal lugar a fin de participar en el sorteo. La sola mención de esa palabra, "sorteo", te ponía a temblar. En el sorteo cada conscripto debía sacar a ciegas, de una urna o ánfora, una bolita de madera. Había muchas bolas negras y algunas blancas. Aquellos que sacaban bola blanca quedaban ipso facto incorporados al Ejército. Eran acuartelados, casi siempre en ciudades alejadas de la suya, expuestos a aquellos abusos inconfesables que arriba, con pena y todo, mencioné. Interrumpían sus estudios o abandonaban su empleo; dejaban familia, novia y amigos, y muchos de ellos, cuando regresaban, traían vicios entre los cuales el del alcohol era el menor. Por todo eso, si a algún pobre muchacho le tocaba bola blanca aquello constituía una tragedia para él y los suyos. Claro, cuando al sortear a los conscriptos se mencionaba el nombre de alguno que había sacado bola blanca, la banda municipal rompía a tocar una jubilosa diana, las autoridades aplaudían, y bellas damitas de la localidad entregaban ramos de flores al venturoso joven a quien la suerte había deparado el alto honor de ir a servir a la patria en los cuarteles. El afortunado recibía llorando de aflicción las flores y los vítores, en tanto que aquellos que...

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