¿Cómo trascender a Julio Scherer?

AutorVicente Leñero

En 1988 ya había muerto Echeverría, hundido a arponazos después del coletazo de 1976 contra Julio Scherer García. Ya había desaparecido José López Portillo soltando, entre sus estertores, aquel "no pago para que me peguen" con el que suspendió toda publicidad a Proceso como si él fuera dueño del país. Se estaba apagando ya la veladorcita de Miguel de la Madrid cuya tibieza lo llevó a soslayar durante su sexenio al director de Proceso, y empezaba a centellar, prepotente, Carlos Salinas de Gortari, obsesionado desde que lo desearon como candidato por la figura periodística de Julio

Conocí a Carlos Salinas a principios de ese año, cuando salimos del Centro de Arte Dramático de Héctor Azar después de un encuentro con intelectuales. Margarita González Gamio -quien apuntaba para una secretaría de la mujer y terminó como delegada de la Miguel Hidalgo- me entoriló en el cuatropuertas blanco del señor Candidato.

-¿Qué le pasa a Julio? -me preguntó Salinas al iniciar una larga perorata contra la mala leche de Proceso, contra los cartones de Naranjo, contra las cabezas de nuestras portadas...

-Hable con él -le dije.

-¿Qué le pasa?

-Hable con él -insistí porque no encontraba el modo de frenar su tono despectivo.

-No, no. Ni pensarlo. Luego Julio va a publicar nuestra conversación en un libro.

Salinas me amenazó con seguir platicando conmigo "en estos días", y unas semanas después me invitaron -que de su parte- a acompañar al Candidato en una gira por San Luis.

Acepté por la maldita curiosidad de estar en una farsa de aquéllas, pero a unas cuantas horas de mi llegada a San Luis, antes de asistir a la comida para invitados especiales, antes de intercambiar palabra alguna con Salinas, un achichincle de la campaña me montó en un autobús, me condujo al aeropuerto, y en un avión me regresaron a México como persona non grata sin la menor explicación.

En lugar de emberrincharme escribí en Proceso una crónica del desaire, y al rato ahí estaba un tal Pedro Navarro, secretario del secretario particular del Candidato, o no sé qué, telefoneándome para que fuera a tomar un café con Salinas en su cuartel de Cracovia. La cita era para ese día de madres -diez de mayo de 1988-a las dos p.m.

Se lo comenté a Julio la víspera en las oficinas de Proceso. Julio estaba encabritado. Nos reunió a Enrique Maza, a Froylán, a Rafael Rodríguez, a Carlos Marín y a mí, para contarnos los incidentes de una cena que había tenido con Otto Granados y Miguel López Azuara, encargados de las cuestiones de prensa del Candidato. Todos conocíamos bien al par de informadores priistas. En algún tiempo -antes de El Colegio de México, antes de ser secretario de Reyes Heroles en Educación Pública y mucho antes de trabajar en la embajada de Madrid- Otto Granados colaboraba con notitas de libros en la sección cultural de Proceso y lo hacía muy bien. A López Azuara lo conocíamos mejor. Fue gente de Julio cuando Julio no llegaba aún a la dirección de Excélsior, y con el reginazo abandonó el periódico con él y fue miembro importante de nuestro grupo en la fundación de Proceso. Se partió la madre en los primeros años difíciles (se jefeaba con Julio: "jefe Julio" le decía Miguel, y "jefe Miguel" le respondía Julio) hasta que se cansó. Agarró el camino del servicio público para terminar de co-municador ¡del gobierno de Patricio Chiri-nos en Veracruz! Lo que hay que ver.

Estaba diciendo, pues, que Julio encabritado nos platicó aquella víspera del diez de mayo cómo Otto Granados y Miguel López Azuara lo invitaron a cenar para regañarlo. Por lo mismo: que la línea de Proceso, que los cartones de Naranjo, que esto no podía seguir así: no podía ser, no podía ser... Según Julio, el jefe Miguel se mantenía parco y dejaba el tono prepotente a un Otto que empezaba a sentir a sus espaldas, impulsándolo, la fuerza del poder.

-A mí no tienen que decirme cómo hacer mi trabajo -les respondió Julio. Y los mandó a calacas y palomas.

Con ese antecedente llegué a la casa de Cracovia, puntual, de traje, antesito de las dos. Un guarura funcionario me condujo hasta un pequeño salón con ventana al hermosísimo jardín. Todo parecía nuevo: la mesa con cuatro sillas, el par de sillones tapizados con lana blanca, la alfombra de Temoaya a la que habían olvidado desprenderle, de una orillita, la etiqueta del precio. Fotografías enmarcadas en el muro de allá: Salinas en su toma de protesta como...

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