Una visita a Graham Greene

AutorVicente Leñero

Uno

-Estuve hablando con Gabo sobre Graham Greene -me dijo-. Son amiguísimos pero amiguísimos, ¿sabías?

Lo sabía sobre todo después de ese extenso reportaje que escribió Greene en torno a Ornar Torrijos y a los problemas del canal de Panamá en el que aparece García Márquez como personaje. Traducido por Juan Villoro para la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica se titulaba originalmente Getting to know the General aunque García Márquez sugirió un título rotundo: El general.

-Tú has leído mucho a Greene, ¿verdad? -se acordó Julio.

Muchísimo, como un fanático.(1) Últimamente lo hice a un lado, me cansó. Los escritores de mi generación lo consideraban un novelista de segunda, incluso Salvador Eli-zondo que muchos años después lo elogió con desmesura ante mi consecuente azoro.

-¿Te gustaría entrevistarlo?

-¿Yo?

-Te gustaría, Vicente, yo sé que te encantaría. Le hablo ahora mismo a Gabo y él te consigue una cita, dalo por seguro.

-Greene vive en Francia, en la Costa Azul.

-Pues te vas a la Costa Azul, cuál problema, con gastos de Proceso.

-Julio me castigó el brazo con su garra-. Estás vuelto loco, no me digas que no. ¿Le hablo a Gabo?

-Déjame pensarlo, Julio.

-Pensar qué.

-Déjame pensarlo.

Dos

Aunque sabía que Graham Greene hablaba un buen español, no quería confiarme ni viajar solo: necesitaba un acompañante. Pensé primero en Luis Guillermo Piazza, quien presumía de haber amistado con él cuando Greene visitó por segunda vez México allá por los años setenta. Pensé mejor en Carlos Puig, entonces corresponsal de Proceso en Washington, que hablaba inglés a la perfección.

Apenas lo llamé telefónicamente, Carlos se apasionó por el proyecto: me traduciría todo lo que fuera necesario si el español del escritor británico fallaba, llevaría una cámara fotográfica y una grabadora casi invisible, no se entrometería en la conversación.

Carlos Puig viajó de inmediato a México y juntos volamos a París por Air France. De ahí a Cannes.

La misma tarde que llegamos y nos metimos a tomar unos tragos en el bar Volupte de Cannes, en la Rué Hoché, nos encontramos poruña milagrosa casualidad con Alexis Grivas.

Nacido en 1940, Alexis era un camarógrafo griego que había trabajado en México con Arturo Ripstein en La hora de los niños y con Paul Leduc en Reed, México insurgente. Se consideraba gran amigo de Scherer y mío, y yo lo encontraba a menudo en los festivales de cine de Guadalajara como jurado o seleccionador de películas extranjeras. También como seleccionador trabajaba de vez en cuando para los festivales de Cannes. Por eso estaba ahí, tratando de traerse Rojo amanecer de Jorge Fons o La mujer de Benjamín de Carlos Carrera.

Ante el asombro de Carlos Puig, nuestros abrazos fueron estruendosos.

-¿Vienen a husmear el próximo festival? -preguntó Alexis luego de presentarle a Puig-. Es muy pronto, ¿no?

-Para nada, Alexis. Vamos a Antibes.

Le conté mi proyecto de entrevistar a Graham Greene que vivía en Antibes. Peló los ojos -sabía del escritor de El tercer hombre-, pero en lugar de opinar sobre las muchas películas que se habían filmado en torno a las novelas del británico nos contó un chisme que nada tenía que ver con Greene. A sus cuarenta y ocho años, Alain Delon quería filmar en México una película ¿con quién creen? Con Isela Vega en los cenotes de Yucatán. Alexis sería el camarógrafo, le había prometido Delon, y éste ya había enviado el guión a Isela. Una película muy sexy, con muchos desnudos. Isela Vega le respondió que sí, aunque le puso una condición a Delon: Que seas tú el que se encuere.

Luego de sus risotadas, que sólo Carlos secundó, Alexis Grivas nos explicó cómo llegar a Antibes: muy fácil, dijo, toman un tren de aquella estación, en la taquilla G5 o en la H2, y en menos de treinta minutos ya están en Antibes.

Nos recomendó el hotel Belles Rives donde Scott Fitz-gerald, según la leyenda, escribió Tierna es la noche.

-No dejen de visitar el Museo Picasso y cuando regresen -garabateó su número telefónico en una servilleta de papel- me cuentan cómo les fue con el tercer hombre. Eso sí les digo: Antibes es una ciudad preciosa, la van a disfrutar, no tiene más de setenta mil habitantes, como Cannes.

Tres

Antibes era realmente una ciudad preciosa salpicada de villas y más villas frente al Mediterráneo, pero también con una zona erigida sobre las ruinas romanas, de callejuelas estrechas y empedradas que me recordaron las del barrio gótico de Barcelona.

En una de ellas vivía Graham Greene. Nunca lo imaginé. Suponía uno de esos palacetes blancos mirando a la playa, con amplias terrazas y ventanales corredizos, moderno, como de veraneo.

Veinte minutos antes de la cita a las seis de la tarde, Carlos Puig y yo localizamos el domicilio: una construcción de dos pisos oprimida por otras semejantes. Algunas de las ventanas estrechas se asomaban a la calle con balconcillos de fierro y macetas con geranios.

-Aquí es -sonrió Carlos mientras disparaba su Canon con frenesí. No había dejado de hacerlo desde que llegamos a Antibes como si hubiéramos ido a elaborar un reportaje turístico, no una entrevista cultural.

A dos casas se anunciaba una pequeña cafetería, Lau-trec, a donde entramos a consumir los veinte minutos que...

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