La era de la ira

AutorAgustín Basave

Hace falta una reflexión retrospectiva. Ya nadie cuestiona que la corrupción atrofió los mecanismos de representación, desacreditó el discurso racional y, de hecho, desprestigió por completo la ortodoxia democrática. Algunos dudan del agregado que hacemos los socialdemócratas en el sentido de que la indignación se incubó en el aumento de la desigualdad de sociedades globalizadas a las que la democratización del conocimiento ha vuelto más exigentes. Y pocos se atreven a sugerir que los excesos de la corrección política y de la globalización erosionaron el triunfo cultural del derecho a la diferencia y trajeron una resaca de xenofobia y racismo. Pero ni validando todos esos argumentos alcanzamos a explicar lo que estamos presenciando. ¿Donald Trump llegó al poder porque la gente está harta de los corruptos y detesta a los ricos? ¿Jair Bolsonaro es producto de una mayor exigencia? ¿El Brexit fue resultado del rechazo a la inmigración?

Evidentemente hay algo más profundo, quizá escondido tras uno de los movimientos pendulares de la humanidad. Veamos. Hace casi dos siglos Augusto Comte empezó a escribir su Curso de filosofía positiua. Plasmó en esa obra su teoría de los tres estados de la evolución humana, el teológico, el metafísico y el científico o positivo, y de paso fundó la sociología. Su pensamiento tuvo una enorme influencia en el mundo, empezando por América Latina. En México fue uno de sus discípulos, Gabino Barreda, el elegido por Benito Juárez para edificar el proyecto educativo nacional que habría de arraigarse durante el Porfiriato; en esta fuente abrevaron sus principales intelectuales orgánicos, con otro educador -Justo Sierra- a la cabeza de un conspicuo etcétera. Y en Brasil el positivismo llegó aún más lejos: construyó templos y legó al país su lema, "orden y progreso".

La tesis de que una sociedad civilizada solo acepta lo que se demuestra con evidencia empírica sentó sus reales en las ciencias sociales. Aunque el cientificismo enfrentó críticas, como las que José Vasconcelos le hizo desde el Ateneo de la Juventud y con los libros de Henri Bergson en ristre, nada logró matizarlo. Se entronizó así, en Europa y en nuestra América, una suerte de dictadura del empirismo que desdeñó las intuiciones. Peor aún, gracias a los guardianes conscientes o inconscientes del santo sepulcro comtiano, la percepción de la religiosidad fue descartada por ficticia, la de la especulación se devaluó por abstracta y ambas fueron declaradas irreales...

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