El abogánster

AutorFabrizio Mejía Madrid

-Billy es un estudiante de antropología tan adicto que cree que los mayas controlaban a su pueblo con la telepatía -le dijo.

Jurado no se asombró por los problemas de William Burroughs con los narcóticos en Estados Unidos. Simplemente le respondió a su interlocutor:

-Para que no te extraditen, sólo necesitas hacerte mexicano.

-Pero eso tomará unos cuatro o cinco años, ¿no? -alegó Burroughs.

-Soy abogado, Billy -presumió Jurado-. La ley no es mi límite, es el cielo.

Jurado había visto la ejecución de su propio padre, Miguel, en Canutillo, a manos del general villista José Nicolás Fernández el 27 de julio de 1916. Tenía sólo ocho años, pero ya pintaba para el hom-brón de uno noventa que sería conocido, antes que como abogánster, como El Licenciado Ladrillo. Más que de leyes, Jurado sabía de abogados: los había visto en la Escuela Libre de Derecho -"como su nombre lo indica, ahí hay de todo menos derecho"- y en la de Jurisprudencia de la Universidad Nacional. Estudiaba sus poses, los trajes, la forma en que repartían billetes enredados entre los dedos o en maletines de piel. La idea no era impartir justicia, sino ganar un caso. Primero se vinculó a Luis N. Morones de la CROM y comenzó a representar a los albañiles (de ahí su sobrenombre) para aumentarles el salario literalmente por ladrillo puesto y, más tarde, a los panaderos como los de la huelga de la pastelería El Globo. Pero pronto se dio cuenta que lo más jugoso estaba en un rico, en un poderoso, dispuesto a pagar por no pisar la cárcel. Se hizo abogado penal de juicios mercantiles; es decir, para que los defraudadores nunca pisaran la cárcel. El despacho de Bartolomé Estades en el número 4 de Bu-careli, también se dedicaba a lo contrario: embargar a los deudores. Enredado siempre entre los antros, del Waikikí al Catacumbas, Jurado le compraba heroína y cocaína a Lola La Chata, y se reventaba las madrugadas con rumberas, actores y pu-tillas de cabaret. Fue así que encontró una forma de cobrar más: la notoriedad. Por eso y no por dinero tomó su primer caso de la farándula: el del actor Emilio Tuero, acusado de asesinar a la bailarina Lolita Téllez Wood. La habían encontrado muerta dentro de su propio coche en frente del departamento del actor, en el 25 de Carlos B. Zetina, en la colonia Escandón. Cuando Jurado notó que el cadáver no traía ropa interior, simplemente aseguró:

-Esta mujer murió en su recámara y fue sembrada delante del departamento del actor que, si acaso, puede ser acusado...

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