Leñero, a la Academia

AutorRafael Vargas

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Hace 40 años, el 25 de febrero de 1971, Eugène Ionesco, el gran dramaturgo francófono de origen rumano pronunció su discurso de ingreso a la Academia Francesa. A partir de ese día, habría de ocupar el sillón que dejó vacante uno de los más grandes críticos literarios de Francia, Jean Paulhan, quien durante 30 años fue director de la afamada Nouvelle Revue Française y uno de los principales dictaminadores de la editorial Gallimard.

Al hacer el elogio de su antecesor, Ionesco recordó el demoledor rechazo que sufrió cuando quiso publicar un texto en una de las colecciones que Paulhan dirigía, pese a lo cual nunca dejó de admirarlo ni de estimarlo. (Andando el tiempo acabaron siendo amigos.)

También recordó que Paulhan decía que no se escribe “para ser elegante ni ingenioso; no se escribe para tener razones ni tampoco para tener la razón ni para dar una apariencia plausible a tesis evidentemente falsas; escribimos para comprender, escribimos para salvarnos.”

Por último, señaló que ante el honor de ingresar a la Academia había dudado de sí mismo y se preguntó qué iba a hacer en medio de tantos sabios y eruditos. Su respuesta fue: “Habría sido muy estúpido y muy altanero al no confiar en aquellos que confiaban en mí”.

Ahora que Vicente Leñero se encuentra a punto de ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua, el discurso de Ionesco viene a la mente no tanto porque trace algún leve paralelo con acontecimientos biográficos o características del gran dramaturgo y narrador mexicano (a comienzos de los años sesenta Leñero vio rechazada por el Fondo de Cultura Económica una de sus novelas mayores, Los albañiles, y ama el idioma tanto como es capaz de criticarse a sí mismo), sino porque recuerda en más de un sentido los valores morales que norman su conducta, así como la franqueza y el desempacho con que habla de su persona cuando escribe en plan autobiográfico, a veces incluso para evidenciar sus fallas o debilidades –con excepción de José Vasconcelos y de Jorge Ibargüengoitia, quizá ningún otro escritor mexicano haga algo semejante–.

Ese amor por la palabra, que lleva a Leñero a invertir horas en los menores detalles de un texto; esa capacidad autocrítica que ejerce con gran sentido del humor y la modestia de quien sabe de veras que no es posible tomarse demasiado en serio son, en buena medida, los fundamentos de su obra. Una obra que asombra por la diversidad de géneros que la constituyen: cuento, novela, teatro, ensayo, crónica, semblanza...

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