Los actores de la matanza estudiantil en Tlatelolco

AutorFabrizio Mejía Madrid

Luis Echeverría llegó hasta el edificio de la Regencia en helicóptero. En torno al Palacio Nacional, atrás de la Catedral y, sin duda, en las oficinas del Defe se encendían y apagaban a todas horas barricadas a base de camiones de línea. No se iba a arriesgar a quedar atrapado en una calle, los estudiantes reconociéndolo, y quedar en sus manos. Cuando bajó al segundo piso, ya estaban todos los militares. Él era el único civil. Por eso, no podía ser la Secretaría de Gobernación la sede de esta reunión con oficiales del Ejército. El general Marcelino García Barragán tampoco había accedido a que fuera en las instalaciones de la Defensa Nacional. Por eso, el general Alfonso Corona del Rosal aceptó después de la presión que el presidente Díaz Ordaz ejerció por teléfono, desde su gira por Jalisco:

-Usted es el del problema, general. Si no pueden resolverlo Cueto y Mendiolea, vaya presentándome su renuncia para anunciarla en el Quinto Informe.

Nadie quería plantear la entrada del Ejército en las escuelas.

-Mis policías -dijo el general Luis Cueto- no tienen los recursos para enfrentar a los estudiantes, sobre todo a los del Poli, que parece que desayunaron gallos.

-Blinde las patrullas -aconsejó el secretario de la Defensa-, póngales metrallas a los lados y éntrele, general. ¿O desayunó gallina?

El coronel Manuel Díaz Escobar, que conocía a Echeverría y a Díaz Ordaz desde que, juntos, habían formado "Los Halcones", un grupo de hombres que miraban todo desde su altura de más de uno ochenta y que protegían del vandalismo las bancas del recién inaugurado Metro, ahora tenía a su cargo 14 mil barrenderos y sepultureros del Departamento del Distrito Federal. Lo consideraban un batallón de civiles dispuestos a todo y entrenado hasta la fecha por el mayor Francisco Solís Soto. A esa misma Dirección correspondían otros militares "en reserva", siempre vestidos de civil que, a veces, usaban sombreros de texanos para identificarse, como Enrique Salgado Cordero, Ángel Eliud Casiano y Francisco Rodríguez Villarreal. Díaz Escobar apoyó a Echeverría en su urgencia:

-Los estudiantes rondan las armerías. Podrían asaltarlas y, entonces, ya sería muy tarde la entrada del Ejército.

-Más vale anticiparnos -remató Echeverría.

-El presidente ha sido muy claro -reafirmó Echeverría-. Hay que parar esto a como toque. No nos vamos a poner a deslindar funciones de la administración pública a un mes del Quinto Informe del presidente.

-Las escuelas subvertidas son sólo la Uno y Tres de la Universidad y las vocacionales 5 y 7 del Politécnico.

-No has visto el Casco de Santo Tomás -dijo Luis Cueto-. No hemos podido entrar en dos días.

-Van los tanques, pues -accedió el general secretario de la Defensa-, pero será para restituir el orden, no para siempre.

-Nosotros tenemos datos de que se trata de una conspiración internacional para desestabilizar a México -argumentó Cueto.

-Entonces -dijo, inmutable, Echeverría-, será hasta que podamos desmontar la provocación.

El rector Javier Barros Sierra escribe, en esos días, dos cartas. En una, fechada el 18 de septiembre, tras la entrada de los tanques a la Ciudad Universitaria, se lee:

"La ocupación militar de la Ciudad Universitaria ha sido un acto excesivo de fuerza que nuestra casa de estudios no merecía. De la misma manera que no mereció nunca el uso que quisieron hacer de ella algunos universitarios y grupos ajenos a nuestra institución. La atención y solución de los problemas...

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