Ajuste de cuentas

AutorJulio Scherer García

Los aficionados al box sabemos que no hay golpe como el gancho al hígado. La violencia de su impacto trastorna el cerebro y descompone el cuerpo de la víctima. Sus piernas se aflojan y la guardia se viene abajo. Queda listo el espectáculo para la cuenta fatídica, los diez segundos.

En el ejercicio del periodismo como es, rudo por naturaleza, me estremecí al sentir el puño izquierdo hasta el fondo de la región hepática de un adversario irreconciliable. A la distancia de medio metro lo contemplé inerme y casi al instante se desplomó con un derechazo final en la quijada.

Luis Echeverría, boxeador sucio, perdió los grandes combates de su vida. El más significativo, Tlatelolco, lo marcó sin remedio. Firmado, dejó el testimonio de su participación en la tragedia: los muertos del dos de octubre también habían sido sus muertos. No se le ocurrió en aquel tiempo remoto que cargaría con la suerte adversa del criminal que olvida la pistola en el escenario que más tarde lo incriminaría.

En el informe al Congreso de la Unión, el primero de septiembre de 1969, el Presidente Gustavo Díaz Ordaz había asumido la responsabilidad única por los sucesos de la plaza mártir. Ante el enorme espejo de su soberbia se miró de cuerpo entero. Su amor a México y el pulso firme, el de un soldado de la República, habían abortado una conjura de rojo intenso contra la nación.

Al acecho del poder, Echeverría respiró a sus anchas. Las lenguas envenenadas que lo relacionaban con la matanza habían sido cercenadas por la palabra inapelable. El destino lo colmaba. Díaz Ordaz continuaría en su camino de lodo -"responsable único"- y él, Echeverría, avanzaría tranquilo al encuentro con la historia, Presidente de México.

Maquinador, urdió además su propia coartada: la tarde del dos de octubre, a la vista de todos, en Gobernación, se reuniría con David Alfaro Siqueiros. Así, cubierta la espalda por Díaz Ordaz y acompañado por el pintor comunista, nunca, nadie, podría escupirle a la cara: tú fuiste, "tú también".

No había quien, en su sano juicio, pudiera imaginar al secretario de Gobernación ajeno a la plaza sangrienta. La lógica interna de los hechos lo señalaba con el índice rígido, inmóvil. Pero más allá de conjeturas y argumentos, faltaba la prueba sin réplica posible: la admisión de la culpa por parte de Echeverría, asesino y policía mayor en la década nefasta.

Los periodistas tenemos el azar de nuestro lado: tarde o temprano todo se sabe.

Un rumor me llegó un día como un augurio...

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