Desde la barrera

AutorFabrizio Mejía Madrid

La primera corrida novohispana se realiza hace casi 500 años, el 13 de agosto de 1529, y tiene como objetivo, cita Viqueira: "Que le entre por los ojos al pueblo el respeto y reconocimiento que es debido, para que forme concepto de autoridad y para que la venere". Como presiden la corrida las autoridades virreinales, muchas veces incluyendo a los obispos, la escenificación es para que "el pueblo sepa obedecer al Jefe Supremo del Reino". No es casual la fecha escogida: la conmemoración de la caída del imperio mexica. La corrida, organizada en la Plaza del Volador, expone cómo debe ser la sociedad novohispana, dividida en estamentos, castas, dividida entre los ungidos por el poder ultramarino y los desposeídos de estas tierras arrasadas. Los palcos correspondieron a las corporaciones más poderosas y, sin duda, no se permitió que se mezclaran las autoridades peninsulares con el populacho indígena recién sometido.

Pero, como muchas cosas más en el virreinato, las corridas comenzaron a ser practicadas por caporales de las haciendas, briagos entusiasmados por la repentina pérdida del miedo y que se despojaron del glamour aristocrático, por lo que la "nobleza" novohispana decidió practicar la lidia escondiendo su rostro con un antifaz. De ahí el primer término, no priista, del "tapado". Ya soltados los amarres agachu-pinados, los criollos, deleitándose en sus nuevas riquezas desde los palcos, combinaron todo tipo de diversiones con motivo de la corrida de siete toros: mujeres toreras, cómicos que se dejaban embestir en un tonel de metal, peleas de gallos, de perros de presa, y hasta carreras de liebres. Inventaron para reafirmar su propia jerarquía espectáculos para burlarse de la pobreza y de la injusticia: que los pobres pelearan entre sí por ropa o que se enfrentaran al palo encebado a cambio de comida. Para los ilustrados del siglo XVIII y XIX mexicanos aquello representaba una vergüenza, por el maltrato animal y por la idea de circo romano que invocaba, con gladiadores que eran los pobres de la ciudad, pulqueros, vendedores de fruta y te-porochos de esquina.

En España también se empezó a cuestionar la idea de que fuera "una fiesta nacional". Jovellanos, por ejemplo, pone en duda que más de 10% de los españoles haya asistido a una corrida, que considera, por supuesto, signo de inhumanidad. La lista de los escritores españoles que argumentaron en contra de la tauromaquia es enorme: Quevedo, Clarín, Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Azorín...

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