En busca del sonido celestial

AutorSamuel Maynez Champion

Desde tiempos inmemoriales, los músicos han tratado de imaginarse cómo podría ser la materia sonora de los ámbitos celestes. Dejando de lado la hoy confirmada "música de las esferas", se nos ha repetido que habría cantos de ángeles y que cortes celestiales de instrumentistas alados harían vibrar la atmósfera con sonoridades de una belleza indescriptible. La voz de los infantes sería, quizá, el símil angelical más a la mano pero, aparte de las ingrávidas arpas y trompetas de la iconografía religiosa, ¿cómo podría sonar un instrumento que disolviera sus voces en el aire envolviendo a los escuchas en ondas vibratorias que lo situaran en regiones ajenas a la compacta realidad terrestre?

Con esa interrogante en mente, inventores y compositores hicieron una férrea mancuerna para crear un ideal que la imaginación colectiva avalara. Muchos años de búsqueda y experimentaciones hubieron de transcurrir hasta que el ansiado vocablo "Eureka" brotó de labios y corazones entusiastas. Contemos, pues, esta interesante historia cuyos resultados auditivos enriquecieron la paleta tímbrica y abrieron, para los atónitos creadores, ventanas hasta ese momento insospechadas.

Motivado por las etéreas sonoridades de la armónica de cristal,(1) el irlandés Charles Glaggett se empecinó en inventar un artilugio que la sobrepasara en dulzura y suavidad. En sus vislumbres había de producir un sonido vaporoso como el de las nubes y prístino como el del arcoíris. Corrían los primeros años de 1780, y pasaron ocho más antes de que Glaggett patentara su invento en Londres. Lollamó/A/utony no se cansó de cacarear sus virtudes sonoras a los cuatro vientos... Empero, el objeto, un cajón de madera al que le insertó unas barras de metal que eran golpeadas por pequeños martillos que, a su vez, se accionaban mediante rudimentarias teclas, no subyugó a nadie. El sonido era más metálico que intangible, identificándose mejor con el que produciría un herrero.

Ocho décadas más adelante, es decir, en 1860, volvió a la carga otro osado fabricante de instrumentos musicales, desarrollando con tenacidad su ingenioso prototipo. Sobra decir que no encontró la aceptación que le auguraba. Para publicitar sus características sonoras se llamó Dulcitone y vio la luz en Glasgow por obra de Thomas Machell, quien se esforzó infructuosamente por obtener un sonido diáfano donde el elemento percutivo desapareciera. El extinto artefacto tenía un teclado que percutía una serie de diapasones que generaban el...

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