Cenando con los aztecas

AutorFabrizio Mejía Madrid

Desde 1956, en que comienza su acercamiento a la interpretación conocida como "el camino de los códices", León Portilla dota al imaginario nacional con una visión de los pueblos indígenas: son guerreros y son poetas. El sol y la flor serán las dos caras del hombre dentro del cosmos, en el que los pueblos precortesianos se desprenden del olor a sangre y se presentan más como pensadores, preguntándose por su lugar en los movimientos de los planetas, dotados de una ética de la vida cotidiana -la disciplina asombra a los españoles-, una estética de serpientes emplumadas y estelas numéricas, y una erótica que el decoro católico quiso ocultar.

Cuando se hablaba de Miguel León Portilla en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras siempre se le propinaba el reproche de que había creado un pensamiento de algo que, en sí mismo, era una herida, un corte brutal entre nuestra historia eurocéntrica y algo que nunca se podría saber con certeza. Con los códices quemados, los mesoamericanos extraídos de sus pueblos para reubicar-los en minas y haciendas, había sobrevivido, sin embargo, el náhuatl, el lenguaje del que se podían extraer todas las asociaciones entre hombres y cosmos, padres e hijos, victorias y derrotas. Bastaba leer la antología que el maestro había elaborado con las traducciones del padre

Garibay y que es, a la fecha, el libro más vendido de las ediciones de la UNAM: La visión de los vencidos, que le da al relato de los "sin voz" la legitimidad cultural de una contrahistoria.

Los testimonios de los mexicas llorando la caída de Tenochtitlán entraron al dominio público y usamos todavía sus metáforas, como "nuestra herencia es una red de agujeros". Los dibujos de Alberto Beltrán quedaron imborrables en nuestra memoria junto con los "tajos" de las espadas cortándole los brazos a un músico del tambor, los perros destazando prisioneros, los gusanos pululando por una ciudad en ruinas, humeando su caída. De ahí, de esos "cantos tristes" veníamos los que ahora queríamos aprender alemán y tratar de leer a Wittgenstein.

Pero la interpretación de los mitos cosmogónicos de los pueblos mesoamericanos le dio a la identidad nacional una herramienta muy valiosa: la idea de que los mesoamericanos teníamos una filosofía cuyo centro era el quehacer humano ligado al cosmos de una forma no teológica. "La flor y el canto", es decir, la creación humana era la otra cara de la angustia religiosa de que el sol se apagara.

León Portilla delineó, entonces, el...

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