Los códigos de la violencia

AutorLuciano Campos Garza

-Párate, cabrón!

El grito de Román fue desesperado y tardío. Rebotó en las aceras y el pavimento y se desvaneció adelante, donde la calle continuaba hacia un punto de fuga entre las casuchas. Pilar, a su lado, tenía el fusil encajado en el hombro y movía el bigote, tenso. Ya no podía detenerse. Tampoco lo hizo la figura que escapaba. El disparo sonó seco y retumbó en el vecindario. Nadie se alteró, no hubo gritos. Nadie se espantaba ya en la zona evacuada.

Unos 50 metros adelante, el hombre que huía descompuso la carrera, hizo aspavientos con los brazos y cayó de bruces sobre el fango.

Lo mataste, musitó Román -¿o sólo lo pensó?-. Pilar ya avanzaba trotando hacia su presa. Llevaba su arma en posición de ataque. Las botas sonaban escandalosas entre los charcos del camino cenagoso. El compañero lo siguió, esperando que, si seguía vivo, el hombre caído estuviera inerte; de lo contrario recibiría otro plomo.

Clareaba y el día gris hacía imposible ver, a lo lejos, si el herido reaccionaba. Desde lejos lo divisaron bocabajo, era necesario aproximarse. Pilar llegó primero y lo encontró vivo, con las manos extendidas y los dedos abiertos, muy consciente de su condición de sometido. Tenía las piernas separadas, en señal de rendición. En el ángulo que formaban los muslos, Pilar colocó el empeine, con un golpe brutal. Hubo un grito de dolor, pero sin reacción defensiva. No tenía caso la queja. Había sido sorprendido en pleno acto de rapiña, un delito capital en tiempos de desastre. En despoblado, por la simple flagrancia, un ratero habría sido colocado contra el paredón y ejecutado en juicio sumarísimo, sin más cargos que los que le hubieran presentado los soldados, Pero ahora era más factible que llegaran al municipio visitadores de derechos humanos y comenzaran a preguntar, a investigar. Además, Román y Pilar batallarían mucho para sepultarlo, si moría, como suele hacerse con la escoria tóxica. Pilar sintió el impulso de jalar el gatillo y abrirle un agujero en el espinazo, pero se contuvo y esperó a que su presa terminara de retorcerse. Le perdonó la vida.

La bala había mordido el muslo derecho. La herida no parecía grave, y no se molestaron en ofrecer primeros auxilios. Pilar era muy buen tirador y pudo haberle metido una bala entre los dorsales. A esa distancia, el plomo le habría dejado un boquetón de salida por el estómago. Pero decidió simplemente detenerlo. Era lo conducente. Allá en el campo militar les habían ordenado, durante las prácticas, que a las personas arrestadas debían consignarlas de acuerdo al encuadre legal, con estricto apego a sus derechos humanos. Les advirtió el instructor: Ustedes se enfrentarán a las peores lacras de la sociedad, pero recuerden que el daño no se lo hicieron ellos a ustedes. No les violaron a sus hijas, ni le robaron el bolso a su madre, ni les mataron a su papá. Ellos actúan contra la sociedad y es la sociedad la que debe juzgarlos. Frénense, si...

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