Crónica de un caso de "demagogia punitiva"

AutorRicardo Raphael

Los anuncios espectaculares con los rostros de los secuestradores fueron colocados en la Ciudad de México y poblaciones cercanas. Eran los primeros meses de 2006 y María Isabel Miranda de Wallace no se detendría hasta encontrar a los responsables del asesinato de su hijo Hugo Alberto.

Enormes fotografías y textos decían: "Jacobo Tagle Dobin. Secuestrador. Asesino. Se busca. 250 mil pesos a quien lo entregue", "Brenda Quevedo. 50 mil pesos. Recompensa. Secuestradores y Asesinos", "César Freyre Morales. Secuestrador. Si fuiste víctima de este delincuente, denúncialo. Servicio a la comunidad".

No recuerdo que nadie denunciara la violación a la presunta inocencia de estas personas, que fueron juzgadas y sentenciadas antes siquiera de que empezara el proceso en su contra.

Sus rostros estaban colgados en los muros de muchos edificios y en estructuras publicitarias y nadie se atrevió a dudar. Mea culpa: fui uno de esos periodistas que, por televisión, dieron voz a la valientísima señora Wallace, sin que me pasara por la cabeza cuestionar los métodos de su investigación o sus acusaciones famélicas.

El contexto de la época explica -no justifica- la ceguera: un par de años antes el Paseo de la Reforma se había vestido de blanco durante una marcha masiva para protestar por la ola de inseguridad que venía creciendo en el país. El grito principal era contra las autoridades indolentes y la consecuente impunidad.

Coincidió que en ese momento irrumpiera como figura pública una mujer arropada con las telas del coraje y la valentía, una vengadora, una justiciera que, al menos en apariencia, no estaba dispuesta a hacer concesiones respecto a la ineptitud de las autoridades. Ella hacía lo que parte de la sociedad deseaba: poner contra las cuerdas al gobierno para que por fin los funcionarios hicieran su trabajo.

Por este motivo los periodistas le dimos voz, sin dudas ni cuestionamientos, para que ella contara una y otra vez el caso de su hijo y, sobre todo, para que narrara los obstáculos burocráticos que la heroína estaba enfrentando en su intento por obtener justicia.

Una vez que los sujetos exhibidos en los anuncios espectaculares comenzaron a ser detenidos, dejé de prestar atención al caso. Así es la frivolidad con que seguimos tratando el ciclo de atención mediática.

La primera duda me nació tiempo después, cuando la señora Wallace y yo volvimos a coincidir -esta vez como invitados a un mismo programa de televisión- en el que se debatió otro expediente judicial emblemático, el de la francesa Florence Cassez.

Recuerdo que me sorprendió la furia con la que la señora fustigó a la presunta secuestradora; pero todavía más: la ignorancia que Isabel tenía del expediente. También me incomodó que señalara como cómplices del delito a quienes nos atrevíamos a cuestionar el proceder de las autoridades.

Para ese momento ella no era más la madre dolida de una víctima, sino una militante de las causas del gobierno en turno. Prueba de su transfiguración fue la candidatura que abanderó en 2012, bajo las siglas del PAN, en la contienda para la jefatura de gobierno.

Alternando política, negocios y activismo, la señora Wallace se dedicó...

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