Crónicas desde mi cama / La morenita

El jueves de la semana pasada escribí la historia de una morenita que se parecía a Galilea Montijo y a quien apañé en pleno agasajo, malabarismos y contorsiones con su novio durante el reventón de año nuevo en casa de su hermano. Bueno, pues resulta que la morenita aquella me salió con la sorpresa de que es una fiel seguidora de esta columna.

Por poco se me caen los chones cuando el jueves, a eso del medio día, recibí una llamada suya anunciándome que había leído la columna.

En principio pensé que hablaba para mentarme la madre o invitarme a que la dejara tirarme un par de dientes, no sólo por haber tenido el descaro de ponerme a mirar el show sin pagar boleto, sino por tener los ovarios de calcinar su incipiente reputación en un periódico de tanta circulación como éste. Hasta ganas me dieron de colgarle en cuanto me dijo que era ella. Varias preguntas me vinieron de golpe a la cabeza: ¿La habré quemado en su cantón? ¿Se habrá megaencabronado alguien de su raza? ¿Todavía traerá su novio los calzoncitos amarillos de corazones?

Habría terminado por apretar el botón colorado de mi celular y apagarlo hasta estar segura de que el coraje de la morrita había desaparecido, a no ser porque en cuanto le confirmé que yo era Fernanda, la morenita dejó escapar una de esas carcajadas que terminan por contagiarse. A los pocos minutos ya las dos éramos más cuatas que los calcetines y no parábamos de reír. Acordamos echarnos un cafecito esa noche en la Condesa.

Todavía me sentía apenada. La neta no fue mi intención que aquella nota termi- nara en las manos de alguien que la conociera. Para empezar, el chavo que organizó la fiesta, dueño de la casa y hermano de la protagonista de mi relato del jueves pasado, es de la clase de amigos a los que no les he contado la verdad sobre la forma en que me gano la chuleta, de modo que no había modo de que supiera que ahí se encontraba una cronista chocarrera dedicada a exhibir sus andanzas de catre en catre, por otro lado, ellos no vieron que yo estaba acurrucada tras la puerta tomando nota de sus gemidos y acometidas y como, seguramente miles de parejas celebraron el año nuevo intercambiando secreciones, no tendrían porque asegurar que eran ellos los personajes cuyos dotes habían sido narrados por mí en el periódico ¿Cómo iba yo a saber que podrían atar cabos tan disparejos?

Todo eso quería decirle a la morenita cuando llegué al restaurante, pero cuando la vi me dejó muda. Realmente era un pimpollo. Blusa roja...

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