El dinero, según Bergoglio

AutorJorge Mario Bergoglio

¿Quién de nosotros no se siente incómodo incluso frente a la sola palabra "pobreza"? Hay muchas formas de pobreza: físicas, económicas, espirituales, sociales, morales. El mundo occidental identifica la pobreza ante todo con la ausencia de poder económico y pone un énfasis negativo en este estatus.

En efecto, su manejo se funda esencialmente en el enorme poder que ha adquirido hoy el dinero, un poder aparentemente superior a cualquier otro. Por eso, una ausencia de poder económico significa irrelevancia a nivel político, social e incluso humano. El que no posee dinero es considerado sólo en la medida en que puede servir a otros fines. Hay muchas pobrezas, pero la pobreza económica es la que se ve con más horror.

Hay en esto una gran verdad. El dinero es un instrumento que, de alguna manera-como la propiedad-, prolonga y acrecienta la capacidad de la libertad humana, permitiéndole obraren el mundo, actuar, dar fruto. De por sí es un instrumento bueno, como casi todas las cosas de las que dispone el hombre: es un medio que amplía nuestras posibilidades.

Sin embargo, este medio puede volverse en contra del hombre. En efecto, el dinero y el poder económico pueden ser un medio que aleje al hombre del hombre, confinándolo en un horizonte egocéntrico y egoísta.

La misma palabra aramea que Jesús utiliza en el evangelio -mamona, es decir, tesoro escondido (cfMt 6,24; Le 16,13)— nos lo da a entender: cuando el poder económico es un instrumento que produce tesoros que se tienen solo para sí, escondiéndolos a los demás, produce iniquidad, pierde su valor positivo original. También el término griego utilizado por San Pablo en la Carta a los Filipenses (cf Flp 2,6) -liarpagmós- remite a un bien celosamente conservado para sí o incluso al fruto de lo que se ha robado a los demás. Esto sucede cuando los bienes son utilizados por hombres que conocen la solidaridad sólo para el círculo de sus conocidos -por pequeño o grande que sea-y cuando se trata de recibirla, pero no cuando se trata de ofrecerla. Esto sucede cuando el hombre, habiendo perdido la esperanza en un horizonte trascendente, ha perdido también el gusto por la gratuidad, el gusto de hacer el bien por la simple belleza de hacerlo (cf Le 6,33ss).

En cambio, cuando el hombre ha aprendido a reconocer la solidaridad fundamental que lo liga a todos los demás hombres -nos lo recuerda la doctrina social de la Iglesia-, entonces sabe bien que no puede conservar para sí los bienes de los que dispone...

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