Las disonancias culturales del Congreso. Segunda y última parte

AutorJorge Sánchez Cordero

La Constitución determinó en principio que el Congreso de la Unión únicamente pudiera legislar en la materia con base en lo que dispone el artículo 73. Sin embargo, en la parte relativa a ese precepto, la Carta Magna le reservó facultades al Congreso, conocidas como facultades implícitas y a cuya hipertrofia se ha recurrido para socavar parte del pacto federal.

A este elenco de facultades se agrega otro rubro, las facultades concurrentes, a partir de las cuales el Congreso, las entidades federativas y los municipios pueden legislar. Para esclarecer este sistema tan alambicado, que no tiene otra intencionalidad que la de someter a las entidades federativas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha introducido criterios jurisprudenciales en los que destaca que será el Congreso el que determine la forma y los términos de la participación mediante leyes generales (controversia constitucional 29/2000, Poder Ejecutivo Federal, 15 de noviembre de 2001). Esto ha dado origen a una multiplicidad de leyes de ese tipo, como las de asentamientos humanos y la ambiental, entre otras muchas.

En el 2009 se reformó la Constitución para facultar al Congreso a fin de expedir leyes que establecieran las bases sobre las cuales la federación, las entidades federativas, los municipios y las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México, en el ámbito de sus respectivas competencias, coordinaran sus acciones en materia de cultura. Asimismo, ordenó que se crearan los mecanismos de participación de los sectores social y privado.

Después de una azarosa travesía por el Congreso se aprobó la LGCDC, que resultó ser altamente concentradora del poder en la Secretaría de Cultura, a la cual se le asignó la conducción de la política cultural nacional.

La polémica

La primera discusión en tomo a la legislación referida es su carácter de ley general. En nuestro sistema, una ley de esta especie tiene dos propósitos simultáneos: distribuir competencias entre la Federación y las entidades federativas con la finalidad de fijar las bases para el desarrollo de las leyes locales correlativas, y determinar el régimen federal para regular la acción de los poderes centrales en materia de cultura dentro de su propio ámbito de competencia.

Sin embargo, la reforma constitucional no le confirió en ningún momento la facultad al Congreso de expedir una ley general como en otros ámbitos, sino de sentar las bases de coordinación. El mandato constitucional es nítido: impulsar el federalismo cultural y desechar el centralismo, fortalecer la autonomía de las entidades federativas y los municipios y procurar que ambos niveles de gobierno definan y asuman sus propios destinos culturales y la mejor manera de fomentar el desarrollo y sosteni-bilidad del patrimonio cultural inmaterial en su territorio.

Las autoridades culturales de estados y municipios -el énfasis es necesario- deben su existencia a la norma que las origina y que las sustenta: la propia Constitución; debe por lo tanto eliminarse todo sentido de jerarquía burocrática.

El propósito de la Carta Magna es la multiplicación de instituciones culturales que actúen de manera coordinada. En contrasentido a este mandato, la ley es incontestable: concentra en el Ejecutivo federal el poder cultural, pero al hacerlo el Legislativo incumplió con la Constitución.

Las entidades federativas, conforme a su soberanía cultural, pueden legislar en la materia, con la salvedad de que su normativa se constriña a su ámbito territorial y que no contravenga el texto constitucional. El ejercicio de estas atribuciones proviene de la Constitución y no de esta ley.

Más aún, si es de atenderse la narrativa del dictamen del Senado en la minuta remitida a la Cámara de Diputados, éste subraya que "el propósito que subyace en todos los instrumentos en análisis, es que la política pública en materia de cultura a nivel nacional sea uniforme y...

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