Los dos diecinueves

AutorFabrizio Mejía Madrid

Pienso en El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. El chico expulsado de la escuela, Holden Caufield, protege, durante todo su viaje de vuelta a la casa paterna, un regalo para su hermana pequeña, Phoebe: un disco de acetato. Al llegar a dárselo, el vinil se ha roto en mil pedazos. Ella, en su inocencia, le pregunta por qué mejor, en lugar de llorar, no le ayuda a pegar los fragmentos. Holden no sabe cómo explicarle que hay cosas que no se pueden pegar, que quedan rotas para siempre. Pienso en eso y cómo la ciudad se vuelca, no a tratar de adherir fracciones del disco de Phobe, sino de tararearle las canciones que contenía. Es lo único que podemos hacer, también esta vez. La canción, además del Cielito Lindo que apareció ahora en los derrumbes, es la misma: la idea de una comunidad que puede tolerar que el Estado administre a su capricho los impuestos y la policía, pero que no lo autoriza a intervenir cuando se trata de salvar personas. Se le da el permiso de matar, no de restaurar. Esa apropiación súbita es la sociedad civil, la comunidad de la urgencia, la que se reúne porque sabe que algo tan delicado como salvar no puede dejarse en manos de los poderosos.

El puño levantado al aire es la señal de los rescatistas para ordenar silencio. Esa autoridad, que no es legal ni electa, pero que es democrática en sentido profundo, reintegra al imaginario resistente el puño de la indignación de la Marcha del Silencio en 1968. Ese puño señala una forma distinta del silencio. No es más el sigilo o el ocultamiento de la complicidad en lo ilegal o de la resignación ante la represión. Tampoco es el coraje ante la crueldad e impunidad del Estado. Es un momento de expectativa en las avenidas de brigadistas de chalecos fluorescentes. Es el silencio que se aprovecha para murmurar. Dos chavos se señalan los antebrazos donde han escrito con tinta indeleble sus nombres y teléfonos. Es claro que es una medida de seguridad por si se quedaran atrapados en el subsuelo. Porque -hay que recordarlo- hay una posibilidad de que tratando de jalar a un sobreviviente, él te jale a tí al infierno de la penumbra, el polvo, el olor a gas, las tuberías rotas. De los ruidos de los desvaríos de la tierra. Una le advierte al otro que se ha escrito como tatuaje su propio teléfono celular.

-Debiste poner el de casa de tu mamá.

-¿Por qué?

-Imagínate que quedaste atrapado. Te vas con todo y tu celular.

El momento del silencio es para esperar la señal de si se ha encontrado a alguien con vida en las profundidades. En el derrumbe de Álvaro Obregón y Salamanca, en la colonia Roma, es momento de una hipótesis.

-Lo que te muestra que con los aztecas no había corruptos. ¿O cuándo has visto que se derrumbe una pirámide?

-Así es. Nada de traite de la piedra barata.

Hay un ánimo de buscar, de nuevo, la cartografía de la ingeniería criminal. Si hace 32 años fue la obra pública -hospitales, escuelas, multifamiliares-, hoy parece la rapiña de las inmobiliarias. En Duran-go y Cozumel, junto a las cajas de cartón con tortas de atún y bultos de frijoles y...

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