Contra la educación

AutorJavier Sicilia

Soy de aquellos que se suman a la abolición de esa ley; soy también de aquellos que piden un diálogo nacional que permita una construcción consensuada sobre el destino de la educación en nuestro país. Pero soy también y, sobre todo, un crítico de la educación misma. Creo en ese sentido que un diálogo sobre el tema debe antes que nada cuestionar la perversidad que se encuentra en la palabra que ha creado el conflicto.

Como lo demostró Iván Illich, educar y enseñar son palabras que antes del surgimiento de la Iglesia como un poder soberano al lado del Imperio no se mezclaban. Educar, en su sentido etimológico, significa alimentar. Implica, gramaticalmente en latín (educare), un sujeto femenino: la madre o la nodriza que amamantan. Por el contrario, aprender (del latín aprehendere) es la acción de alguien que quiere atrapar algo, tanto de un gato que persigue a su presa, como de un ser humano que busca atrapar con su intelecto una verdad. Una palabra que está en relación con enseñar (insignare), señalar un camino, un lugar, incluso una presa. De allí la fórmula latina: Educat nutrix, docet magister (la nodriza amamanta, el maestro enseña).

El uso de la palabra educar para hablar de enseñanza surgió cuando la Iglesia comenzó a monopolizar el saber que es connatural al ser humano. Aunque en sus inicios se llamó a sí misma "madre", su maternidad se refería al engendramiento de una comunidad en el amor. Sin embargo, cuando adquirió con Constantino rango imperial, se fue volviendo una madre que concibe, lleva y da a luz a sus hijos e hijas y los cría en su pecho con la leche de la fe, hasta convertirse, en la Edad Media, en la madre dominante, autoritaria y posesiva, fuera de cuyo regazo no hay salvación. En este sentido, los obispos fueron los primeros hombres en pervertir esas funciones femeninas y llamarse a sí mismos educadores que llevaban a su grey el alma ubera (mama henchida de leche) de la madre Iglesia de la que nunca debían destetarte y llamó a sus fieles alumni (amamantados). Sólo quien se enchufaba al inmenso pecho de la madre Iglesia podía educarse, saber, volverse un ser humano y salvarse de la ignorancia y del infierno del pecado.

La secularización no hizo otra cosa que usurpar el monopolio clerical de la gran teta, y entregársela al Estado, que se proveyó de mucha mamas: la universidad -que nació en el siglo XII custodiada por la Iglesia- y sus profesiones, y la escolari-zación. Así, el saber, que es propiedad de los seres humanos...

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