Mi enemigo, mi amigo

AutorAriel Dorfman

Para mí, el más conmovedor de sus poemas es "Extraño Encuentro", donde anticipó, unos meses antes de que lo mataran, el desenlace trágico de su propia vida con palabras que lamentan "el despilfarro de la guerra en nuestro tiempo", palabras angustiosamente relevantes para nuestra humanidad contemporánea asolada por historias similares de masacres, gases venenosos y temores apocalípticos. Es un poema escrito desde la perspectiva de un soldado que conversa con un muerto. Ambos sienten la pena de "los años inacabados, la desesperanza", y parecen ser camaradas hasta que el muerto revela que quien lo ultimó fue el mismo soldado que narra esta reunión. Los dos son fantasmas: "Soy yo el enemigo que mataste, amigo mío... Ahora que nos dejen dormir".

Owen dormiría para siempre, sin ver la conclusión de la "Guerra que va a terminar con todas las guerras", según la frase que haría notoria Woodrow Wilson. Como lo atestiguarían los conflictos y víctimas inagotables de los próximos 100 años, nada estaba más lejos de la verdad: seguimos asesinándonos los unos a los otros como si la marca de Caín estuviese estampada en nuestro ADN.

Y, sin embargo, los versos espectrales de Owen sugieren que también llevamos adentro una propensión innata hacia la paz: si tan solo fuéramos capaces de reconocer la hermandad que compartimos con nuestros enemigos, podríamos encontrar tal vez una manera de escapar de estos persistentes ciclos de agresión, librarnos del miedo al "otro" que se nos ha inculcado desde la infancia. ¿O acaso la reconciliación que el poema propone entre contendientes es una transitoria ilusión que intenta consolarnos en medio de una carnicería que se repite sin piedad?

Filósofos, científicos, líderes políticos y religiosos, además de hombres y mujeres comunes y corrientes, han debatido durante milenios si estamos condenados a la beligerancia desde el nacimiento, pero en nuestro tiempo, donde cada día parece más viable un holocausto nuclear, aquella búsqueda de una respuesta se ha hecho más urgente.

Aunque no me atrevería a afirmar que dispongo de una respuesta definitiva a este complejo enigma de nuestra más profunda identidad humana, espero que una experiencia de mi niñez en 1950 ayude a iluminar por lo menos sus contornos. Tenía unos ocho años de edad cuando participé ferozmente en el culto de la guerra en una localidad que parecía la menos propicia para tales hostilidades, un sitio donde debería haber prevalecido la paz en un mundo extenuado por la...

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