Entregas en caliente / La máquina para alucinar

La idea era simple: conectar un circuito de amplificación, traducir los impulsos nerviosos de los pacientes en imágenes que serían, finalmente, transmitidas a un monitor.

-Es como ver una película bien dañada, pero gratis y sin cortes -explicaba el doctor Edgar Mondragón a sus colegas mientras desarrollaba su investigación. Pero como suele suceder, les parecía un desquiciado, peor que los enfermos del pabellón de esquizofrénicos.

Y así, con todo, años después se salió con la suya. Luego de intentarlo durante una década y de estropear la mente de doscientos cuarenta y dos pacientes, una lluviosa noche de verano conectó al aparato al cráneo de una bella paciente que sufría tremendas alucinaciones auditivas y visuales y, de pronto, apareció una imagen borrosa en el monitor.

-¿Qué es esto? ¿Qué me estás mostrando? -preguntó Edgar, mientras en la pantalla se hacía nítida la imagen de una mujer totalmente desnuda, con cabeza de halcón y un delicioso cuerpo moreno, delgado, musculoso, follando salvajemente con un toro. El animal tenía los ojos encendidos, como dos flamas ahogadas en una turbia atmósfera azul, y su miembro de fuego entraba y salía de entre las piernas de la mujer, produciendo un placentero sonido de agua, un chapoteo de líquidos corporales que se fundían mientras con los cuernos, el toro rozaba los pezones erectos, erguidos al cielo como si estuvieran haciendo erupción.

-Esto está buenísimo -pensó el doctor Mondragón, doblemente excitado por lo que veía y por el triunfo de su investigación. La Asociación Internacional de Psicopatología lo consagraría, quizá lo propondrían para el Nobel. Qué vida de lujos y fama le esperaba. Y fue entonces cuando escuchó los gemidos de la paciente.

El monitor no sólo...

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