Los entresijos del caso Ochoa

AutorJuan Reinaldo Sánchez

A fínales de 1988, un día como cualquier otro transcurría en La Habana. En pocos minutos, mi vida iba a cambiar. Fidel había pasado la tarde leyendo y trabajando en su despacho, cuando de pronto asomó la cabeza en la antecámara, donde yo me encontraba, para avisarme que Abrantes estaba a punto de llegar.

El general José Abrantes, cincuentón, era por entonces ministro del Interior desde 1985, tras haber sido el jefe de seguridad del Comandante en Jefe durante 20 años. Fiel entre los fieles, formaba parte del grupo de personas que veían a diario al Jefe, pertenecía asimismo al círculo de las 10 personas más cercanas al poder supremo (...)

Otra característica distinguía a Abran-tes: junto con Raúl, era uno de los pocos que podían acceder al despacho de Fidel sin pasar por la entrada principal del Palacio de la Revolución, sino que llegaban por detrás al estacionamiento subterráneo y desde allí tomaban el elevador que los conducía directamente al tercer piso.

Así pues, aquel día, hacia las cinco de la tarde, tras haber dejado el coche en el estacionamiento, José Abrantes se presenta en la antecámara de Fidel. Aviso de su llegada: "¡Comandante, aquí está el ministro!", pues evidentemente nadie, ni siquiera su hermano Raúl, entra en el despacho de Fidel sin haber sido anunciado. Cierro la doble puerta y acto seguido me instalo en mi despacho (contiguo a la antecámara), donde se encuentran las pantallas que controlan el estacionamiento, el elevador y los pasillos, así como el clóset que alberga las tres cerraduras que permiten abrir los micrófonos de grabación ocultos en el falso techo del despacho de Fidel. Un instante después, el Comandante vuelve sobre sus pasos, abre la puerta y me da esta instrucción: "¡Sánchez, no grabes!"

Mientras los dos hombres conversan en privado, me dedico a mis asuntos, leo el Granma del día, ordeno los papeles, consigno las últimas actividades del Líder Máximo en la libreta.

La entrevista se eterniza, transcurre una hora, después dos. Cosa rara, Fidel no me pide que le sirva un whiskycito ni ofrezca un corta dito a su interlocutor, que suele consumir bastantes. Nunca antes el ministro del Interior había permanecido tanto rato en el despacho del Líder Máximo. De repente, tanto por curiosidad como para matar el tiempo, me pongo los auriculares y giro la llave número uno para oír lo que dicen al otro lado de la pared. Entonces sorprendo una conversación que jamás habría debido escuchar: Hablan de un lanchero [persona que pasa droga en un barco] cubano que vive en Estados Unidos y que por lo visto hace negocios con el régimen. ¡Y vaya negocios! ¡Nada más y nada menos que un enorme tráfico de drogas que se practicaba en las más altas instancias del Estado!

Abrantes pide a Fidel autorización para acoger temporalmente en Cuba a ese traficante, que desea pasar una semana de vacaciones en su país natal en compañía de sus padres (...) Por esa escapada, precisa Abrantes, el lanchero pagará 75 mil dólares, algo muy bien recibido en tiempos de crisis económica. Fidel no tiene nada en contra. Sin embargo, expresa una inquietud: ¿cómo pueden estar seguros de que los padres del lanchero guardarán el secreto y no irán por ahí contando que han pasado una semana de vacaciones cerca de La Habana con su hijo, que reside en Estados Unidos? El ministro tiene la solución: bastará con hacerles creer que su hijo es un agente de información cubano infiltrado en Estados Unidos y que su vida correría grave peligro si no guardan secreto absoluto sobre su visita a Cuba.

"Muy bien", concluye Fidel, que da su conformidad. Para terminar, Abran-tes propone al Comandante que Antonio de la Guardia, llamado Tony, un habitual de las misiones especiales, además de un héroe de las luchas de liberación en el Tercer Mundo, se ocupe de organizar los detalles técnicos de la estancia. Tampoco en este caso el Comandante pone objeciones (...)

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