Epístola a los Adefesios

AutorFabrizio Mejía Madrid

-Los que no están bautizados van al limbo.

Pensé que se refería a ir por el pan Bimbo y no le di mayor consideración a la idea de que mi alma vagaría entre el fango de la concupiscencia que, para mí, era el estado civil de las parejas que estaban -según mi abuela- simplemente "arrejuntadas". Intrigado, fui a preguntarle, tiempo después, a un primo si éramos o no creyentes. Su respuesta me pareció misteriosa:

-A mí, me quisieron meter al catecismo y el cura me corrió por preguntar por qué los dinosaurios no aparecían en el Génesis.

Luego vinieron otros misterios, os digo. Por ejemplo, si los libros que se referían a un Él con mayúscula querían decir que ese personaje tenía demasiada autoestima; se hablaba de algo que podía ser tres en uno -la trinidad- y no era un aceite que "lubrica, afloja y limpia"; y la sospecha de por qué un cura podía describir el cielo eterno sin nunca haberlo visitado. Pero lo que me confrontó con mi extravagancia como inadecuado fueron las visitas de dos Papas a México. Esta séptima llegada que se aproxima es lo que justifica, hermanos adefesios, esta columna. Les cuento. De pronto, un día de enero de 1979 todo se llenó de banderines amarillos y blancos con una extraña cruz en el medio. Habiendo crecido en un hogar ateo -no se hablaba mal de las religiones, simplemente ni se mencionaban- me intrigué por tan feo logo: dos llaves como de arcón viejo bajo un gorro que parecía una escafandra. En la primaria -"laica", como todo en el vocabulario mexicano-había niñas que llevaban cintas de esos pálidos colores, se pegaban carteles de un señor de blanco, se tocaba una canción terrible de un autor brasileño cuyo estribillo yo escuché así: "Tú eres mi hermano del alma, realmente un albino". Era como si, de pronto, los creyentes salieran del clóset a celebrar su tendencia. ¿Era sólo una tendencia? Qué tal que se cumplía el chiste sobre la noticia buena y la mala: -La buena es que Dios ha vuelto a la tierra. La mala es que llamó por teléfono y la llamada viene de Chichén Itzá.

Hasta la niña del arenero aquel, ahora ya una chavita, encaró mi pregunta de qué era toda aquella exhibición de creencias soterradas:

-Todos los mexicanos somos católicos-me dijo y me convirtió, en un segundo, no en minoría, sino en inexistente.

Con más información a esa edad sabía que ya no iría al limbo porque había pecado de pensamiento: me gustaba la niña beata. Vivía en concupiscencia. Pero si ella era muy católica debería obedecerme como el esclavo...

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