Euterpe en su sima

AutorSamuel Máynez Champion

En este 2018 tendrían que haberse festejado los 150 años del natalicio de Narcissa Florence Foster, una artista tristemente célebre cuya vida ha sido objeto de sugestivas obras de teatro y de sápidos largometrajes (de estos últimos, el más reciente se estrenó en 2016 a cargo de Meryl Streep, quien la encarnó magistralmente valiéndole otra nominación al Osear).(1)

¿Cómo es entonces posible que a una figura que suscita tanto interés -y tanto morbo-se le hayan escatimado los homenajes en su sesquicentenario?

¿No fue, acaso, un personaje que "deleitó" y enardeció a sus escuchas, que grabó cinco discos de 78 rpm que siguen reimprimiéndose, que atrapó la atención de los críticos más severos, y que se retiró de los escenarios con un memorable recital en el Carnegie Hall de Nueva York, templo consagratorio de los valores musicales del planeta, agotando las localidades y dejando fuera a más de dos mil admiradores? ¿No representó ella una vedada glorificación de los anhelos más recónditos del alma humana a través del canto y sus portentos?

Las respuestas estriban en que se trató de una especie de anti-heroina, cuya inconsciencia y, por supuesto, enorme fortuna, la llevaron a situarse por encima de la valoración general de su desempeño artístico y que, contradiciendo las normas de excelencia musical, no tuvo empacho en exponer sus limitaciones, trastocándolas en virtudes frente a públicos a los que anonadó por lo inaudito de su impericia.

Sujetos que encajen en esa categoría nos son muy conocidos, es decir, estamos sobrados de falsos valores que se suben a los pódiums de las orquestas, que escalan en los puestos del servicio público, sobre todo los de mayor visibilidad política, y que insultan nuestra inteligencia mostrándose frente a cámaras de televisión o vociferando ante micrófonos de radio; empero, la inusitada candidez de Narcissa y su inmenso amor por la música suscitan una piedad que merece indulto y una empatia que incita a la reflexión. Después de todo, ¿quién puede sentirse enteramente satisfecho con su realización como ser humano?, ¿quién puede atreverse a criticar soslayando lo criticable de sí mismo?, ¿quién está libre de pecado para poder lanzar una piedra contra las pifias y los yerros de los demás?... Aunque hay niveles de aberración y desenfado, es cierto, como aseverarían los exigentes, pero el caso de Florence rebasó toda mesura, funcionando como ejemplo para ponderar la ineptitud como crisol de la vanidad ciega.

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