Estado de excepción

En una versión clásica, el estado de excepción se refiere, como su nombre lo indica, a una situación en la que el soberano suspende las garantías individuales para proteger el bien público, o en otras palabras, a un periodo en el que el Estado suspende temporalmente el orden jurídico por motivos de seguridad. El aeropuerto es una buena analogía: Entre el pasillo y la sala de espera hay un espacio estanco donde quienes van a ingresar a ella pierden, en nombre de la seguridad, cualquier derecho. Después de demostrar con dos documentos -el boleto y el pasaporte-la aceptación de esa circunstancia, el pasajero carece de cualquier garantía: se revisan sus pertenencias, se le catea, se le pasa por un detector de metales y puede -si la autoridad lo decide- ser interrogado e incluso detenido.

Esta realidad, que en los campos de concentración de los Estados totalitarios adquirió un carácter permanente, en México tiene una nueva articulación: La excepcionalidad, bajo la apariencia de que nuestras garantías no están suspendidas, se ha extendido a todos los ciudadanos. Se nos puede matar, secuestrar, torturar, desaparecer, desmembrar, detener, interrogar, encarcelar, sin que el Estado haga valer el orden jurídico. La excepcionalidad se ha convertido así en un nuevo y extraño sustrato espacial en el que los ciudadanos conservamos en la ley nuestra condición de ciudadanos, pero en los hechos estamos reducidos a una vida sin orden jurídico.

A diferencia de lo que sucede en el Estado totalitario, donde en ciertos espacios -el campo de concentración- el sistema político ya no ordena formas de vida ni normas jurídicas, en el Estado "democrático" mexicano el sistema político las ordena, pero en los hechos no sólo carecen de operatividad, sino que dejan sitio, como en el campo de concentración, a cualquier forma de vida y a cualquier norma. Por eso Enrique Peña Nieto y su que haya consecuencias. Por eso, frente a crímenes como los de Ayotzinapa, Tla-tlaya, Apatzingán y la colonia Narvarte de la Ciudad de México, ningún alto funciocepción de los chivos expiatorios o de los ejecutores directos -gente siempre prescindible en la lógica del poder-, el crimen organizado puede destruirnos y permanecer impune.

En el orden del Estado, los hombres y las mujeres del poder son, según la forma pitagórica del soberano, una ley viviente que no puede ser tocada porque en su fuerza radica el poder absoluto de decidir la excepcionalidad en función de un proyecto disfrazado de...

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