El Valedor/ Fe de ratas...

Un escalofriante muestrario de nota roja, contertulios. La primera sección, la metropolitana, la de finanzas, la de sociales, todo el periódico. Observen las fotos en rabioso color: un puro derramamiento de sangre...

El maestro G.R. dejó en la mesa aquel altero de periódicos y revistas.

- Sí cierto -la Jana Chantal-. Pandillas de maleantes, vendedores de cocaína en escuelas, gatilleros del narco que en sus ajustes de cuentas riegan cadáveres, narcos amparados que nunca pisan la cárcel...

¿Y qué me dicen de los judiciales secuestradores? ¿Y sus comandantes mochaorejas? ¿Y ahora pronto los secuestros según esto esprés? -el juguero.

- Sin olvidar los asaltos a cuentahabientes de bancos. Ora resulta que están amafiados con funcionarios de los propios bancos. Gerentes, cajeras, todos. Qué país. En esta ciudad ya no se puede salir a la calle, me cái -le cayó al Síquiri.

- No, ¿y luego los violadores? ¿Y luego los curitas que la andan haciendo de pedofilia? -la tía Conchis-. Todo por culpa de nuestras móndrigas autoridades que sirven pa lo que se le unta al ya sabe qué, digo.

Habló el maestro: - Unas autoridades que se resisten a poner en práctica la sugerencia que les hizo hace unos años aquí nuestro valedor, ¿se acuerdan?

- ¿Yo? ¿A mí? ¿Cuándo, cómo? -me azoré.

- El cuándo y el cómo se los sugirió en cierta fabulilla que debiera dar a conocer en su columna de METRO. Qué tal si esta vez sí la toman en cuenta el procurador Macedo de la Concha, su colega Bernardo Bátiz o alguna autoridad superior. La fabulilla del avaro aquel, ¿se acuerda?

La recordé en cuanto al maestro, abierta su libreta de las pastas negras, comenzó la lectura de la fabulilla de marras que alguna vez dediqué a las autoridades justicieras de aquel entonces. Oímos:

"Han de saber sus buenas mercedes que in illo tempore existió un avaro, codicia quintaesenciada, que en buen escondite atesoraba alteros de monedas de áureo metal, y en la cocina una vil despensa que se componía de tres cachos de queso rancio y uno de pan. Avaricia pura.

Pues sí, pero aún siendo magras y despreciables, tales provisiones mal podrían sobrevivir, siempre expuestas a la acción depredadora de unas ratas que infestaban el tugurio del avaro aquel. Y qué hacer, pensaba el tacaño. Cómo remediar la situación...

Total, que a la vista del poco queso y el magro pan siempre ruñidos, mordisqueados siempre, el émulo de Harpagón se la jalaba no por urgencias de desbozalada libido, sino de la desesperación; la pelambre.

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