Heráclito en Chile

AutorAriel Dorfman

Pruebas al canto desde un Chile caldeado. De las muchas zonas encantadoras cerca de Santiago, me gusta en especial el Cajón del Maipo, un estrecho valle de rocosos precipicios que el río del mismo nombre ha ido socavando durante millones de años. Uno de los lugares más fabulosos de ese cañón es una cascada que los locales llamaban "de las ánimas". Fueron arrieros quienes, hará más de un siglo, la bautizaron así, puesto que en ese sitio donde daban de beber a su ganado al atravesar las montañas habían divisado dos doncellas semitransparentes que danzaban detrás del torrente, amén de duendes jugueteando en los alrededores.

Hace más de 40 años, en nuestros años mozos, mi mujer Angélica y yo solíamos hacer excursiones a la precordillera de los Andes, y en una ocasión logramos trepar centenares de metros hasta ese portento de la naturaleza. Al no hallar ni un habitante humano -para qué hablar de duendes o doncellas-, decidí refrescarme, chapaleando en las aguas cristalinas y heladas que nos brindaban las lejanas nieves de las cumbres. Angélica, más prudente, prefirió beber de esa fuente natural con la copa de sus manos.

Hace unos días volvimos al Cajón del Maipo, con ganas yo, en particular, de percibir de nuevo, ahora en 2015, ese sitio mágico andino santificado por los espíritus. Aunque Angélica no quiso repetir la expedición, me acompañó mi cuñado Pedro Sánchez, quien había visitado recientemente aquella cascada de las ánimas. Claro que ya no era cosa de adentrarse en la cordillera en forma libre. La cascada se encuentra, desde 1995, protegida dentro de un santuario ecológico. La única manera de volver a verla es por medio de una visita guiada que hay que contratar en un centro turístico adyacente.

Aunque la experiencia de montar esos senderos con alguien que explica el paisaje, junto a varias familias con niños ruidosos, no reproducía la solitaria ladera de mis recuerdos, el panorama seguía siendo magnífico, lleno de plantas y arbustos únicos, animales y lagartijas. Y siempre había la expectativa de la gran cascada que supuestamente nos atendería al final de la caminata.

No había tal. Descendía desde las alturas un leve, si bien constante, chorro de agua que se depositaba en la misma cavidad rocosa de antaño, pero que ahora apenas servía para mojarse hasta las rodillas. Zambullirse, de todos modos, estaba prohibido, puesto que los viajeros, al tener en la piel bronceadores y cremas, podrían contaminar la fuente. Mi cuñado se sorprendió de...

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