La historia que no contó Amado Nervo

AutorHernán González Gómez

Oye, pero sigo sin saber cómo se conocieron mi mamá y ese señor! -reclamé impaciente. -Pues hay cuatro versiones de ese primer encuentro entre Ana Cecilia y Amado: la mía, la de éste, la de tu mamá, y la de Darío que, si bien no son muy diferentes, reflejan modos particulares de recordar esa increíble coincidencia que marcaría para siempre el destino de ambos, tan solitarios como afligidos, pero sobre todo tan necesitados de ayuda mutua, la cual se daría en términos más o menos justos aunque no del todo equitativos para ella. El periodista mexicano, tan reservado en su comportamiento como solidario con sus amigos, comentó con algunos de ellos, dos o tres quizá, que había venido a París como enviado del periódico El Imparcial para informar de la Exposición Universal de 1900, y que concluida ésta a mediados de noviembre, decidió permanecer en la ciudad por tiempo indefinido. Que se había citado con una amiga en un café del Barrio Latino a las siete y treinta de la tarde del sábado 31 de agosto de 1901. Bien, para ser precisos esa amiga era yo, pues unos días antes nos había presentado el poeta y diplomático nicaragüense Rubén Darío, hombre desenfadado, talentoso y divertido, pero cuya afición por la bebida solía rebasarlo, dando lugar a situaciones a veces incómodas, ridículas o incluso violentas. Nervo, recién llegado y deslumbrado con la ciudad, encontró en Darío simpatía e inicial acogida en su piso de Montmartre, aunque jamás un compañero de parrandas y cómplice de excesos como el popular nicaragüense hubiese querido. Ese sábado, te decía, le pedí a tu mamá que por favor fuera a avisarle a Amado que debido a un fuerte resfriado me era imposible acudir. Lo demás ha sido otro capricho del destino.

-¿Entonces tú y ese señor Darío eran novios?

-No, no precisamente. En realidad paseábamos, comíamos, bebíamos, jugábamos cartas, bailábamos y asistíamos a espectáculos e incluso a alguna sesión espiritista donde los ahí reunidos intentaban comunicarse con personas fallecidas, pero nosotros sin más compromiso que el de divertirnos juntos, ya fuera solos o acompañados, pues a Rubén, como buen bebedor y juerguista, mucho mejor subvencionado que el mexicano, le sobraban admiradoras, amistades, conocidos y no pocos gorrones. Con todo, en París el afamado hombre de letras centroamericano prefería, además de Francisca, su compañera española, a las cantantes, bailarinas, actrices o estrellas más o menos famosas, antes que a modestas costureras que sólo intentaban distraerse un poco y conversar con extranjeros amables, interesantes y ocurrentes.

-¿Y qué dijo el mexicano que hace versos?

-Contrariando la...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR