Horas aciagas

AutorJulio Scherer García

A media mañana del 11 de septiembre de 1973, el presidente Salvador Allende habló por última vez a sus hijas, a sus colaboradores más cercanos, a sus íntimos:

Les agradezco a todos la lealtad y la cooperación que siempre me han prestado, pero quiero decirles que no debe haber víctimas inútiles. La mayoría de ustedes son jóvenes, tienen mujer e hijos pequeños. Tienen un deber con ellos y con el pueblo de Chile. No es éste el último combate. Habrá muchas jornadas futuras en que serán necesarios. A las compañeras no les pido, sino les ordeno que abandonen La Moneda. A los compañeros que no tienen tareas que cumplir, o no tienen, o no saben usar armas, les pido que salgan ahora, que tienen todavía posibilidades de hacerlo. Algunos deberán contar lo que ha ocurrido.

Beatriz Allende, secretaria de su padre, quiere permanecer junto a él. “Nos tomarán como rehenes para presionarte”, suplica. La respuesta es inmediata, brutal: “En tal caso dejaré que las fusilen y los traidores cargarán también con la cobardía de asesinar a mujeres indefensas”.

Nadie quiere abandonar La Moneda. Miria Contreras, tambien secretaria del presidente, se oculta. Después del bombardeo aéreo se suicidará Augusto Olivares, director de Televisión Nacional: una bala le deshace el cerebro. Joan Enrique Garcés, el asesor del doctor Allende, espera. Pero el doctor Allende lo mira, una línea a los ojos y dice, alto: "Usted debe salir... alguien tiene que contar lo que aquí ha pasado y sólo usted puede hacerlo".

El consejero se resiste. En un último recurso, el presidente invoca el consenso de los presentes, unos veinte asesores. La respuesta es unánime, acordes las voces.

Allende y Garcés se abrazan. Hay un extraño parecido entre ambos: el bigote ancho y poblado, la sensualidad del labio inferior, la frente aireada, el cabello oscuro.

Garcés toma el portafolios de los acuerdos presidenciales. Lleva en su interior la convocatoria a un plebiscito nacional y emprende la salida del salón Toesca. Avanza, revueltos los sentimientos. Inesperada, escucha la voz que tan bien conoce:

-El maletín, Juan Enrique, déjelo aquí. Lo van a registrar.

Garcés asiente.

Vuelve el consejero sobre sus pasos. No ha avanzado diez metros, y otra vez lo detiene el presidente:

-¿Va usted armado?

-Sí, tengo mi pistola de protección.

-Mejor la deja usted aquí.

Afuera, los civiles eran cacheados de pies a cabeza, voraces los dedos de los militares. La portación de armas era castigada sin apelación. Ahí mismo, sobre el asfalto.

Temprano, en la mañana del día 11, Allende se comunicó con su esposa, Hortensia Bussi, y con la esposa de José Tohá, Victoria Morales. Se llamaban hermanas, se decían familia. A la Tencha y a la Moy, así conocidas, el presidente les había pedido calma y que por motivo alguno salieran a la calle. "Lo escuché...

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