Huellas en París

AutorAnne Marie Mergier

PARÍS.- Enero de 1956. Plinio Apuleyo Mendoza sale del muy modesto Grand Hotel Saint Michel. Un frío despiadado lo abofetea. Es mediodía y sin embargo la capital francesa está envuelta en una luz casi crepuscular.

Cruza la calle y entra de prisa al Hotel de Flandre, aún más destartalado que el Saint Michel. Saluda a madame Lacroix, la dueña, y sube las escaleras hasta llegar a la habitación de Gabriel García Márquez.

Gabo todavía no vive en el sexto piso, el de las buhardillas heladas reservadas a los clientes insolventes, con un solo baño para todos los huéspedes. Pero muy pronto le tocará mudarse ahí.

El dictador colombiano Gustavo Rojas Pinilla acaba de cerrar El Espectador diario en el que Gabo colabora. Le quedan pocos ahorros; no tardarán en esfumarse.

El cuarto que ocupa es minúsculo y huele a tabaco. Mendoza echa una mirada a su mesa de trabajo: una máquina de escribir, papeles, cuartillas atiborradas, un cenicero lleno de colillas.

-Nunca sé cómo es la vaina en invierno. Apenas se levanta uno, ya está anocheciendo -dice Gabo.

-¿A qué hora te acostaste? -pregunta Plinio.

-No sé. Cuando terminé de escribir oí en la calle los camiones de la basura.

Los dos deciden ir a comer juntos. Vacilan entre el Capoulade y el Acropole, dos restaurantes muy baratos del Barrio Latino. Optan por el segundo.

Caminan unas cuadras por el bulevar Saint Michel sin echar una sola mirada a las vitrinas de las múltiples librerías que se codean a lo largo de esa arteria. Tiritan. Un hombre tan ñagelado como ellos por el viento glacial cruza el bulevar.

-Mira, allá va el negro Nicolás. Está verde del frío. ¿Lo conoces? -pregunta Plinio.

-¿Al poeta Guillen? ¡Hombre, claro que sí!

-Vive en mi mismo hotel. Si quieres después le hacemos una visita. Vamos a ver lo que nos dice de Cuba.

Llegan al número 3 de la rué de l'Ecole Médecine y entran al Acropole, pequeño restaurante griego cuyo dueño, el señor Anastadiades, suele llenar hasta el borde los platos de sus insaciables clientes estudiantiles.

Después de la comida visitan a Nicolás Guillen. El poeta se exilió en París en 1952 y no regresó a Cuba sino en 1959, después del triunfo de la revolución. Toman café, fuman mucho y platican más.

Hablan de poesía, de la Cuba de Batista y del mundo sacudido por la Guerra Fría: la Unión Soviética acaba de firmar el Pacto de Varsovia con las repúblicas populares de Hungría, Rumania, Albania y la República Democrática Alemana como réplica a los acuerdos de París, que integra a la Repú-blica Federal Alemana a la OTAN. Egipto, dirigido por Gamal Abdel Nasser, se acerca cada vez más a Moscú. Está a punto de estallar la crisis del canal de Suez.

García Márquez, Guillen y Mendoza se apasionan. Se sienten a gusto juntos en la humilde habitación del poeta cubano. El calor humano compensa la deficiente calefacción.

Hotel de Nobeles

Hoy el Hotel de Flandre se llama Des Trois Colleges. Cambió de nombre y de categoría: ahora es de cuatro estrellas y los precios de sus habitaciones van de 100 a 200 euros por noche. Las más caras son ahora las buhardillas, convertidas en cuartos románticos y ultramodernos: techos adornados con vigas de madera oscura, amplia cama, internet, pantalla de plasma y una vista inmejorable sobre los hermosos techos y la cúpula de la Sorbona.

Esa vista era el único lujo que disfrutaba García Márquez mientras redactaba El coronel no tiene quien le escriba a finales de 1956. El cuarto que ocupaba entonces lleva hoy el número 63.

En el siglo XIX el Hotel de Flandre, que había sido el Colegio de Cluny antes de la Revolución y donde el poeta Arthur Rimbaud se hospedó en 1872, tenía un patio al aire libre en medio del cual había un pozo.

Hoy el patio está cubierto por un techo de vidrio y es...

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