Inteligencia artificial

AutorSamuel Máynez Champion

¿Cómo lidiamos con la idea de que sea un artilugio electrónico aquel que se encargue de hacer diagnósticos médicos más certeros, previsiones meteorológicas menos falibles y tomar el control literal de nuestras existencias, ya sea piloteando un avión, conduciendo un automóvil, o simplemente dirigiendo nuestros pasos a través de rutas elaboradas con colaboración satelital?

¿Y qué podríamos decir acerca de que las computadoras ingresen en el campo de la creación artística? ¿No era éste el santuario por antonomasia que fungía como el espacio donde podíamos situarnos como reyes de la creación? ¿Estaríamos dispuestos a admitir que también ahí tienen el potencial para superar con creces nuestra mitificada facultad de Homo Sapiens para producir obras emparentadas con el infinito y las divinidades?

Como se interroga el teórico de la cultura Yuval Noah Harari en su colosal libro Homo Deus: "¿Por qué estamos tan seguros de que los programas de computación no podrán hacerlo mejor que nosotros en la composición musical? ¿No es cierto que acorde con las ciencias de la vida el arte no es producto de algún espíritu encantado o de un alma metafísica, sino de meros algoritmos orgánicos que reconocen pautas matemáticas preestablecidas?".

La respuesta, terrible por su contundencia, es que, en realidad, no existe razón alguna por la que los mentados algoritmos(1) orgánicos no sean capaces de dominarnos también en el arte y en un futuro que ya se avizora.

Para abundar en tan fascinante y compleja temática, esta columna ha entablado comunicación con el Profesor Emérito de la Universidad de California en Santa Cruz, David Cope (1941), a quien se reconoce como el pionero en la creación de programas de inteligencia artificial para componer música. En su autorizada opinión, las computadoras ofrecen posibilidades increíbles que apenas comienzan a vislumbrarse.

Su pasión por el tema inicia hace casi medio siglo y desde entonces no le da tregua. Recuerda: "Todo esto sucedió por ahí de 1975, cuando todavía me llevaba una cantidad enorme de esfuerzo para programar y una espera muy dilatada para obtener algún resultado concreto, ya que las tarjetas perforadas sobre las que se recibían las respuestas tenían que convertir sus pequeños orificios en verdaderas notas sobre un papel o partitura. El primer experimento de entonces [una rudimentaria composición] fue atroz pero, al menos, con él arrancó el imparable proceso que con el tiempo llegaría a denominarse EMI (Experiments...

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