Nosotros los jotos / Horchata agriada

Hace unos meses clausuraron arteramente mi lugar favorito de gozos y retozos. Se trataba de un club privado de encuentros gay -para el que no existe figura legal dada nuestra atrasada y mojigata legislación de establecimientos mercantiles- en Río Marne 18, Colonia Cuauhtémoc, en la muy noble y corrupta Ciudad de México.

Digo que lo clausuraron arteramente porque a Marcelo Guinea, su propietario, lo acusaron de trata de personas a través de una denuncia anónima (¡qué valientes los vecinos denunciantes!).

Doy testimonio público, y estoy dispuesto a hacerlo ante un juez, de que en el dilatado tiempo que frecuenté el club, JAMÁS vi tal trata, sólo atestigüé y participé en relaciones consensuadas e incluso cordiales entre adultos (muy cachondas, por cierto).

Como damnificado del Marne, hace poco se me metió en la cabeza organizar mi propia horchata en su pobre palacete. Excitado, corrí al librero por mi ejemplar de "Historia de las orgías", el clásico sobre el tema de Burgo Partridge. Pero me detuve en seco: "¡Ubícate, ciela, no vas a organizar un congreso sobre el desahogo sexual en grupo!". Entonces mejor le llamé a mi querido Tavo, otro damnificado del club y gozador de gran experiencia, quien además fue nuestro Mr. Abril 2014.

Mi cuate celebró mi idea, aceptó participar con gusto y, versado como es en estos aquelarres, me sugirió: "Tienes que cubrir tus muebles con sábanas viejas, establecer dónde sí y dónde no puede haber acción, guardar tanta figurita maricona que tienes, mi rey, no vaya a ser que te las rompan en un rapto de frenesí o una mana coleccionista se lleve alguna de recuerdo, y pide que cada quien lleve algo de tomar para la sana convivencia".

Integrar la lista de invitados, unos 15, nomás implicó recordar a los amiguitos querendones, el primero de los cuales, Gustavo, es un cómplice de hace años y se ofreció a ayudarme en la organización con la misma ilusión que las adolescentes ponen en su fiesta de XV años.

Para picar -pensé carcajeándome- decidí que pondría tanto una fuente con palomitas sin chile (y así evitar enchilar los otros chiles a la hora de adorarlos de rodillas) como un nutrido surtido de condones en un primoroso plato de la vajilla inglesa de mi bisabuela.

Toallitas de papel por aquí y por allá, un par de basureros estratégicamente colocados, y el sábado acordado todo estaba listo dos horas antes de la hora de la horchata. De pronto entró a mi cel un mensaje de Diego Santiago, un veinteañero chistoso que alguna...

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