Nosotros los jotos / Mi primer Playboy

La peluquería donde me cortaban los caireles adolescentes estaba en la Zona Azul de Ciudad Satélite. No recuerdo cómo se llamaba pero tengo muy presente que uno de los cuatro peluqueros, porque así lo indicaba una plaquita sobre el espejo frente a su sillón, respondía al inolvidable apelativo de Apolinar. Mis hermanos me aseguran vía WhatsApp que otro era Filiberto y uno más se apellidaba Cuapio.

El local, ubicado en esa área comercial bien planeada y junto a la paletería conocida como las "aguas de la Zona Azul", era frecuentado por la mayoría de los satelucos de mi generación que, al crecer y reproducirse en las tierras bárbaras del Estado de México, siguieron acudiendo en compañía de sus engendritos varones. Hasta la fecha opera la peluquería por lo que, si aquellos maestros de las tijeras y el peine leen estas líneas, les mando un cálido saludo cargado de añoranza.

A finales de los años 1970, muy a la mano para quienes ocupaban las sillas de espera había una variedad de cómics, a los que honestamente yo nunca fui asiduo. Cuando uno pasaba al sillón del barbero, se ofrecía otra opción de lectura para acompañar el corte.

"¿Una revista, joven?", preguntaba el peluquero mientras ajustaba la capa alrededor del cuello, antes de agregar "¿Como siempre?" Me acuerdo muy bien que la revista en cuestión era, para los no niños, el Playboy. Con 14 o 15 años, yo declinaba pretextando que no veía sin anteojos, los cuales me quitaba para facilitar la poda de mi matita de chinos.

Tengo que reconocer que en esa época era muy mocho, había cursado la primaria en el Vallarta, con las Hermanas del Espíritu Santo, y estaba estudiando la secundaria en el Colegio Cristóbal Colón de los hermanos lasallistas. Lo cierto, y eso resultaba inconfesable entonces, era que más allá de que "mirar revistas de viejas encueradas es pecado", lo que menos me atraía eran las chichis y el licuado de papaya. Yo compraba, con la vergüenza y la excitación propias de los placeres prohibidos, el Muscle Power, una publicación de fisicoculturistas en tanga que para mis ojos mariconamente calenturientos representaban un alto estímulo erótico. Y en casa las escondía como si se tratara de la peor pornografía.

Estos recuerdos se me vinieron en cascada al leer que el pasado miércoles 27 murió Hugh Hefner, el fundador de la célebre edición mensual del conejito con corbatín. Estaba a punto de publicar en mis redes algún gracejo idiota relativo a los eternos pijamas de seda y los batines de...

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