Mary Shelley acude ante el ministerio público

AutorFabrizio Mejía Madrid

"Cuando apoyé la cabeza sobre la almohada no pude dormir, tampoco podría asegurar que estuviese pensando. Mi imaginación, sin yo requerirlo, me poseyó y me guio, dotando a las imágenes que surgían en mi mente de una intensidad que estaba más allá de las fronteras del sueño. Vi -con los ojos cerrados, pero a través de una aguda visión mental- al pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado al lado de aquella cosa que había conseguido juntar. Vi el horrendo fantasma de un hombre yacente, y entonces, bajo el poder de una enorme fuerza, aquello dio señales de vida y se agitó con un torpe, casi vital, movimiento. Era espantoso."

El resultado, dos años después, hace exactamente 200 años, fue Frankenstein o el moderno Prometeo. La charla en torno de una chimenea entre el que sería su marido, Percy, y Lord Byron, trató sobre temas tan disímbolos como los experimentos de Giovanni Aldini en el Colegio Real de Londres aplicándole una descarga eléctrica al cadáver de un homicida ejecutado en 1803, a los papalotes en medio de las tormentas de Benjamín Franklin, pasando por la discusión sobre "lo sublime" -la belleza del terror- del Grupo Marlow, al que pertenecían ambos poetas. Mary, además, conocía por su madre -la traductora de los hermanos Grimm- la historia de Johann Conrad Dippel, un alquimista que en 1730, tras robar cadáveres de un cementerio en Hesse, había usado el castillo Frankenstein, al sur de Darmstadt, para estudiar la inmortalidad, la permanencia de la conciencia humana después de la muerte y los orígenes químicos de lo que llamamos vida. El doctor Dippel murió envenenado por probar sus propios elixires vitales, pero, en el camino, lo que descubrió fue un color: el azul de Prusia. Escribiría un libro cuyo título, en sí mismo, ya es una novela: "Conversaciones mensuales con el imperio de los espíritus". Añádele a esta mezcla la angustia por los miles de muertos de las guerras napoleónicas, los descubrimientos de Erasmo y Charles Darwin, y las prácticas para invocar espíritus, tan en boga entre los poetas románticos de la segunda generación. Justo ese intermedio que señala Piglia entre el mito de Edipo y el derecho de todos a vivirlo.

Mary Godwin, en la que Dios siempre ganaba, todavía no era "Shelley" en esas tres noches de tormenta y charlas inquietantes. La villa de Ginebra en la que se quedaron su amante Percy Shelley, Byron y su amante, Claire Clairmont, el doctor John Polidori, la condesa Potocka y Mathew Lewis, había hospedado...

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