Los monumentos del silencio

AutorJorge Sánchez Cordero

El monarca Zimri-Lim de la dinastía amorrea, perteneciente a una de las civilizaciones más antiguas de la humanidad, mandó edificar el palacio más importante de su época en Mari, Siria (entre los siglos XIX y XVIII a.C.), a orillas del río Éufrates. En este palacio, de un gran esplendor, existía todo un despliegue de efigies reales y frescos que evocaban escenas fúnebres, las cuales hacían que la sala del trono se asemejara más a una cámara funeraria en donde se conmemoraba a los difuntos. Esta práctica se replicó después, entre otros lugares, en las cámaras fúnebres de las majestuosas necrópolis del antiguo Egipto, en el opistodomo de los templos griegos y en las cámaras funerarias de los templos precolombinos.

Esto no hace más que evidenciar que desde los tiempos bíblicos, los monumentos fúnebres y las necrópolis han estado vinculados con las insignias del poder. En efecto, desde tiempo inmemorial, el poder ha estado vinculado a la posesión de los difuntos, que terminaban por convertirse en la divinidad del hogar. Con la sepultura se materializaba la legitimación del vínculo entre los difuntos y sus sucesores, lo que se constituía en un patrimonio de la ausencia.

En Occidente la tradición del patrimonio de la ausencia pervivió prácticamente con los mismos propósitos. Las necrópolis que organizaron las dinastías occidentales en Francia en la catedral de Saint-Denis; en Reino Unido en la Abadía de Westmins-ter; en España en El Escorial; en el imperio Austro Húngaro en Viena; en la cripta imperial de la Iglesia de los Capuchinos (Iglesia de Santa María de los Ángeles) en Rusia; en el Monasterio del Arcángel San Miguel en el Kremlin, y en la catedral en la fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo, aseguran el mismo vínculo. Más aún, al acompañar al difunto a su sepultura, sus sucesores se afirmaban como herederos legítimos del poder.

En la catedral de Saint-Denis, necrópolis de los reyes de Francia, los lugares de inhumación describen un laberíntico orden genealógico, que reafirmaba el principio de legitimidad y aseguraba la transmisión del trono. La permanencia del vínculo entre el presente y el pasado hizo posible la representación mágica de la monarquía, de su elección divina y la del principio de la legitimidad sobre el cual se fundamentaba.

Lo anterior provee otra evidencia: ha habido una constante a través de la historia de rechazar el pasado como un hecho aislado; el pasado ha sido integrado al presente y se le ha utilizado en beneficio del presente. La omnipresencia del pasado, de la memoria, pero también el descubrimiento del sentido del curso de la historia, comparten un común denominador que es la consecución de un objetivo: su interpretación en un sentido favorable al poder.

En tierras americanas estos episodios no pasaron inadvertidos. Francois René de Chateaubriand, en sus Memorias de ultratumba sostenía que al privar a los...

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