Música y violencia (Segunda y última parte)

AutorSamuel Máynez Champion

Con esta entrega concluimos el alarmante tema donde se constata el poder que tiene la música para traspasar umbrales, convirtiéndose en un arma con fines militares y de control social absolutamente insospechados. Es obvio que lo que aquí se admite por "música" es un subrogado de ordenamiento de sonidos que apunta a un efectivo incitador de la violencia, más que a un género pseudo artístico; aunque vale aclarar que aún tratándose de las músicas más sublimes, cuando se escuchan a demasiados decibelios, también dañan y también funcionan como agentes de coerción.

Para retomar lo narrado, recordemos que lo último que apuntamos fue que en la actualidad, los avances tecnológicos, especialmente en el diseño de bocinas y altoparlantes de última generación, han incrementado hasta niveles surrealistas los poderes de invasión del sonido. Asimismo, anotamos que ya existen artefactos de largo alcance, reconocidos como "cañones sonoros", que emiten pulsaciones sonoras que alcanzan los 149 decibelios con los que se logran daños auditivos permanentes.

Los humanos reaccionamos con particular repulsión a las señales sonoras que no encajan con nuestros propios gustos. Muchas teorías neurocientíficas acerca de cómo actúa la música en el cerebro ignoran, empero, cómo las preferencias personales afectan nuestro procesamiento de información musical; así, un género que indigna a una persona puede tener un efecto placebo en otra. Un estudio realizado en 2006 por la psicóloga canadiense Laura Mitchel de la Universidad de Halifax, trató de demostrar que las sesiones de músico terapia podían aliviar el dolor, topándose con que a una persona sufriente le servía más escuchar su música "preferida", en vez de aquella que intrínsecamente tenía cualidades relajantes y curativas. En otras palabras, las músico-terapias para un amante del jazz, deben contener precisamente jazz.

En el sorprendente libro de Lily Hersch La música en la prevención del crimen y el castigo(1) se explora cómo las divergencias en el gusto pueden explotarse con fines de control social. Sin ambages, Hersch relata cómo en 1985 las tiendas 7-Eleven de la Columbia Británica comenzaron a tocar música culta dentro de sus áreas de estacionamiento para alejar a los vándalos adolescentes que rondaban. La idea era que para una juventud desadaptada, la escucha de esa música era intolerable. ¿Y cuál fue la sorpresa? Que los actos vandálicos se redujeron en un 65 % y que 7-Eleven adoptó esa política sonora en sus...

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