La Navidad y el amor abstracto

AutorJavier Sicilia

La Navidad es la fiesta de la Encarnación: la del descendimiento del totalmente Otro al mundo de los seres humanos, el signo de un trastocamiento que, creamos en él o no, cambió el mundo para siempre. Sin él el Occidente que conocemos no sólo sería incomprensible; simplemente no existiría. Una de sus dimensiones es que a partir de ese momento, el contenido de la sustancia de la Ley mosaica -"Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo" -, dio una vuelta de tuercas: si Dios, el trascendente, el totalmente Otro, se hizo carne y se reveló en la debilidad de un niño pequeño e inerme, mi prójimo, mi próximo, es también Dios que, semejante a ese niño, nos llama, como a los Magos, a servirlo, a amarlo. Ese es el sentido que explicita la parábola del Buen Sa-maritano y del Juicio de las Naciones ("Lo que hiciste a uno de mis hermanos [acogiéndolo, dándole de comer, de beber, de vestir] me lo hiciste a mí").

A partir de ese momento, la presencia del otro, de mi prójimo, como lo han mostrado Levinas y Finkielkraut, nos arranca de nuestro reposo, del confort de nuestro yo y nos llama a su encuentro.

Quién, que no sea un perverso o un imbécil, no ha experimentado eso frente a la debilidad de un recién nacido o frente a la presencia de una víctima despojada de sus hijos. "El rostro del prójimo -dice Levinas- me obsesiona por esa miseria, [por esa debilidad]. Me mira" y su mirada me llama, me pone en crisis, me obliga a salir de mí. Ese Otro en el otro, dice el poeta Paul Claude, ya no sólo es yo, es más yo que yo mismo.

Hay, sin embargo, una forma corrompida de esa revelación: el amor abstracto que, dice Camus, es "peor que el odio": el amor no al otro, que en su carne, en su rostro, en su debilidad me interpela, sino el amor a su idea, expresada en la abstracción humanidad. Mediado por ella, el rostro concreto del otro se vela en nuestra percepción y termina por deshumanizarnos.

Un ejemplo de ello en el gobierno de la Cuarta Transformación, que parece tener una de sus inspiraciones en el Evangelio, es el amor al pueblo -una abstracción jurídica de humanidad. En nombre de él -de ese pueblo sufriente y débil-, Andrés Manuel López Obrador olvidó a las víctimas que lo interpelaron en el Centro Cultural Tlatelolco. Con su mirada puesta en el pueblo, aquellos seres se volvieron poca cosa, al grado de hacerlo olvidar la conmoción que le provocaron y, como lo señaló una víctima, de "desaparecer a los desaparecidos". Lo mismo ha sucedido...

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