"¡No me lleven, por favor!"

AutorJavier Valdez Cárdenas

Los gritos del hombre jalaron sus ojos: dos jóvenes armados con cuernos de chivo lo golpeaban y pateaban, tratando de domarlo, para luego subirlo al vehículo en que viajaban.

Ella apenas salía de la casa y escuchó todo cuando pasó por ahí, en ese céntrico sector. Primero pensó que era algún pleito doméstico, un habitual y matinal jaloneo verbal en el caserío aquel, por eso no hizo caso; pero cuando oyó a los pistoleros que querían someterlo, volteó.

"El señor decía 'no fui yo, compa. Yo no dije nada, no hablé. Por mi mamacita, por Dios', repetía a gritos, llorando", manifestó Rebeca, quien pasaba por el lugar, ubicado por la calle Escobedo, a pocos metros de la avenida Nicolás Bravo, muy cerca del restaurante de comida china, China Loa, en el primer cuadro de la ciudad.

El hombre berreaba como animal al cadalso. Llanto con súplicas, manoteo para asirse del aire, del barandal de la puerta de su casa, de las pocas plantas que su mujer había sembrado en el paupérrimo jardín frontal.

Uno le dio un cachazo en el pómulo izquierdo. El otro le pateó el abdomen en dos ocasiones. Y cuando pensaban que aquel por fin había desistido de luchar, intentaron levantarlo, tomando manos y pies, en vilo. Fue en vano. El desconocido pesaba mucho y el esfuerzo que realizaban era insuficiente.

"No me lleven, oigan, por favor. Yo no fui, no dije nada", les decía el hombre. Rebeca señaló que aquellos homicidas parecían no escuchar. Ellos, como bestias, pateaban a su víctima y le daban golpes con las culatas de los fusiles automáticos. Lo único que importaba era someterlo y después subirlo al automóvil que los esperaba y en el que se irían sin problema alguno.

"Cállate pendejo". El vecino amarraba sus manos a los tubos verticales, a la cerca de alambre, al aire, a la vida. "No me lleven, por favor". Las respuestas fueron nuevas órdenes de que guardara silencio y amenazas de que ahí mismo lo iban a matar. Uno de los sicarios, al parecer el más joven, sacó un arma corta y cortó cartucho. Le apuntó a la cabeza y le gritó que iba en serio, que más valía que se calmara y se subiera al automóvil.

"Era un hombre corpulento, de alrededor de 130 kilos. Traía camiseta sin mangas y pantalón azul. Bigote que adornaba sus hinchados cachetes y su barba de espinas", recordó ella.

Los hombres lo golpeaban. No podían con él, con ese peso. El hombre se quedó tendido, en el suelo. Parecía rendido. Pero cuando los sicarios arremetieron de nuevo para levantarlo, fracasaron otra vez.

La mujer trató de distraerse para no escuchar ni voltear a ver. Iba con sus dos hijos y los distrajo rápido, trató de conversar para que no escucharan los gritos ni los llantos, y...

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