Nuestras noches con el presidente Bush

AutorAriel Dorfman

Esta promiscua yuxtaposición sobrevino hacia finales de octubre del año 2001, en la ciudad de Sídney, donde me habían invitado a dar la Conferencia Inaugural para celebrar el Centenario de la Federación de Australia. Habíamos preferido no quedarnos en la palaciega Casa del Gobernador con servidumbre a nuestra disposición, optando por una recámara de ensueño en el Park Hyatt que ostentaba una vista inigualable de la bahía y la Opera House, además de prometer una apreciable privacidad.

La vista resultó ser cierta, no así la ansiada privacidad.

Unas horas después de nuestra llegada, el gerente del hotel nos solicitó que nos juntáramos con él para discutir algo importante. Un hombre corpulento y afable de origen español nos recibió en un rincón apartado del lobby. Quería saber -y se le notaba el embarazo- si acaso no nos importaría trastrocar nuestra habitación, solamente por un par de días, dijo, por una igualmente bella en otra ala del hotel.

Habiendo ya desempacado y disponiendo del paisaje más espectacular de todo Sídney, no fue difícil responder que no teníamos la menor intención de mudarnos. ¿Tenía él alguna explicación para su inesperada solicitud?

El gerente carraspeó antes de avisarnos que, por razones de seguridad, le era imposible esclarecer el asunto pero que, naturalmente, acataría nuestros deseos. Lamentaba, sin embargo, tener que cancelar nuestra reserva para el comedor del hotel, ya que el restaurante iba a cerrarse debido a un evento de carácter particular.

Fue únicamente esa noche, cuando nuestros anfitriones del centenario nos habían rescatado para sacarnos a cenar afuera, que su jefe de protocolo mencionó, muy al pasar, que estábamos compartiendo el Hyatt con nada menos que Bush padre, que se hallaba en Sídney, junto a un séquito conspicuo, para asistir a una reunión del Grupo Carlyle, la colosal firma financiera a la que asesoraba hacía tres años (supimos, meses más tarde, que en esa ocasión se le pidió a la familia Bin Laden que retirara sus fondos de la empresa).

De retorno a nuestro hotel, Angélica y yo no podíamos contener nuestra alegría insana al haber despojado a Bush de los aposentos que tanto anhelaba. Por una vez le habíamos ganado la partida a uno de los peces gordos que jamás ven frustrados sus deseos. Para sentir antipatía por este específico pez gordo bastaba con la invasión de Panamá, el tratado de Nafta, el perdón presidencial a Elliot Abrams, aquel defensor de los contra y los escuadrones de la muerte, y...

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