Nubes

AutorFabrizio Mejía Madrid

Virgina, quien había caído enferma de la influenza de 1918, resalta la dificultad para poner en palabras la enfermedad: "Una pensaría que hay novelas sobre la influenza, poemas épicos para la tifoidea, odas a la neumonía, y canciones al dolor de muelas". Pero no. Los escritores hablan de amor, honor y muerte, pero no del cuerpo, nos dice Woolf, que es visto como un simple cristal que transparenta la mente. "El público diría que no hay trama en la influencia, que no hay una historia de amor (...) y está el problema del lenguaje. El inglés, que puede expresar los pensamientos de Hamlet y la tragedia del Rey Lear, carece de palabras para el temblor de la fiebre o el dolor de cabeza. Cuando una chica se enamora, tiene a Shakespeare, Donne, Keats para expresarlo, pero trate la sufriente de explicarle el dolor de cabeza a un médico, el lenguaje se seca de inmediato". El lenguaje, según Virginia Woolf, tendría que ser "primitivo, sutil, sensual y obsceno", con una jerarquía en la que la fiebre de 40 grados sustituya a la pasión, las punzadas de la ciática a los celos, el insomnio al villano, y el héroe se llame "Cloral". La prosa, por lo tanto, además de dificil de leer en la convalecencia, también se resiste a ser escrita.

Lo que Woolf descubre con agudeza es la disolución del "yo", del motivo del ajetreo urbano, del sinsentido de la civilización de las ganancias. También critica la posibilidad de la empatía: hay una experiencia de estar enfermo que no puede traducirse al lenguaje del sano. Lo que queda son los sonidos de la poesía y el divagar de los pensamientos, el mirar con disposición a encontrarla bella, a la naturaleza. Eso es justo lo que ha sucedido con el encierro de buena parte del planeta: resur-jen las utopías ecologistas, el regreso de lo esencial, pero no como metafísica o algo trascendente, sino como la cosa misma, como la vida que se autoafirma. Escribe: "Si todas estuviéramos acostadas, congeladas, rígidas, el cielo seguiría experimentando con sus azules y dorados. Quizás entonces, mirando hacia algo muy pequeño, cercano y familiar, encontremos empatía. Examinemos la rosa. La hemos visto tan a menudo floreciendo en macetas, la hemos conectado tan a menudo con la belleza en su mejor momento, que hemos olvidado cómo permanece, quieta y estable, durante toda una tarde en la tierra. Preserva un comportamiento de perfecta dignidad y autoposesión (...) Es su indiferencia la que me resulta reconfortante".

A Katherine Anne Porter le...

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