Nunca sin ti

AutorAna Scherer Ibarra

La vida y la muerte son dos características inherentes a la condición humana. La una no existe sin la otra, igual que el bien y el mal. Entonces, por qué me afligía tanto la proximidad de la muerte. Luchaba por convencerme de que ésta no es tan terrible, que en el fondo puede ser amiga del que está extenuado. Aun así, en ese año funesto sólo deseaba traer la vida eterna a esta vida.

Mi madre moría. Quería sostenerla hasta el agotamiento, caminar por su laberinto, aliviar su sufrimiento y disminuir el mío. Toda ella corría por mis venas. La miraba tan cerca, tan presente, tan mía. Con la voz ahogada, le dije una noche mientras la acariciaba: "Eres la vida que no se puede ir. ¿Cómo podría vivir si tú no existieras?".

Si esa noche hubiera sido yo quien muriera, me habría llevado una gran pena frente a mi madre: en mi relación con ella era una simple fracasada. La desolación me ganaba, se convertía en el símbolo de mi alma que se estaba rompiendo a pedazos. Su enseñanza al límite de sus fuerzas fue que la vida era maravillosa aunque no la supiera mirar. En ella estaban el sol y el mar, el viento y los amaneceres, el cielo y las estrellas; las alegrías, los bosques, los sueños y el amor.

La amaba entonces tanto como la amo ahora. Se fue de mi lado con la suavidad con que se marchita una flor, con el ímpetu de la muerte que corta de un tajo la vida. Hoy no sé cómo son sus ojos, cómo se escucha su voz, como se siente la caricia de sus manos.

A los 61 años de edad, Susana Ibarra miró de frente a su adversario. Todo cuanto tuvo y fue le sería arrebatado por un enemigo invencible: el cáncer. Cuando se percibe el fin desde su inicio, se va más rápido que el tiempo. No la acobardó esa certeza. No aspiraba a la grandeza, su ambición era el aquí y el ahora, la serenidad, la vida vivida con los suyos.

Luego de conocer el diagnóstico expresó su última voluntad sin titubeos: "Deseo morir en mi casa, en la amada compañía de mi marido y mis nueve hijos".

Hacía casi un año que sabía. No le amargaba esa certeza. No tenía miedo, en absoluto. Ni prisa. Iba muriendo día a día, viviendo con intensidad cada instante. Y sufría en privado dolores que sólo podían ser mitigados con fármacos potentes, sin queja alguna. El valor y la dignidad sostuvieron su moral y la de sus seres queridos.

Son diversos los rostros del dolor: hay dolor paciente y dolor silencioso pero desesperado. Hay uno que vocifera y se retuerce y otro que sonríe. Para nosotros, extranjeros en el mundo de dolor de nuestra madre, cada expresión suya era un enigma, un misterio o una lección.

Pasó sus últimos 100 días en la habitación que ocupó con mi papá 35 años, recostada en un reposet tapizado de flores. Nuestras conversaciones fueron siempre propositivas, llenas de esperanza, de vida. Y mientras a ella la iba abandonando, nos sostenía, nos consolaba. Nunca nos ataron las lágrimas.

De ese cuarto salíamos con el corazón enternecido, inmunes contra el egoísmo. Ahí comprendimos cuánto tiene quien ya nada posee, pero que se posee a sí mismo, en esa inconsciencia del individuo sano que ignora el tesoro que tiene en el equilibrio perfecto de su propio cuerpo.

"Mi postración, mi incapacidad de valerme por mí misma", me confió una tarde, bajita la voz, "me agobian, igual que la percepción que puedan tener de mí. Pero esto no es lo que soy, es mi enfermedad y, como cualquier otro padecimiento, avanza.

Sigo viva, hay personas a las que amo profundamente, con las que quiero disfrutar hasta el último instante que me quede. Aún tengo momentos de dicha, plenitud y felicidad. No quiero que piensen que sufro. Estoy luchando. Batallo por ser parte de su presente, por seguirme identificando con la persona que antes fui y seguiré siendo en su recuerdo.

El domingo 11 de junio del año 1989 la muerte nos golpeó con la impiedad de un enemigo. No recuerdo en la vida familiar una época más desolada, más lenta, más trabada por el desacomodo de las cosas. A partir de esa mañana sólo tendríamos una salida: querernos más entre nosotros y pensar en Susana con regocijo. Ella vivió para dar alegría y hacernos fuertes en una conducta firme.

La noche del 11 de junio no hubo velorio a pesar de los amores que esta mujer incomparable dejaba. La angustia quebró a Julio, su esposo. No quiso para ella mentiras, amores temporales o tardíos, sufrimientos y condolencias expresados sólo por un día. Su duelo fue tan inmenso que no quedó espacio para el de los demás.

La muerte es algo muy íntimo, nos dijo mi padre esa noche, luego decidió que nadie acompañaría al cuerpo de su esposa en la agencia funeraria.

La sepultamos al día siguiente en el Panteón Francés, no más de 20 personas. Paradójicamente, su fallecimiento unió como nunca a la familia y la colocó a ella en el centro mismo de nuestro universo, de nuestros corazones, de nuestras conciencias.

Susana Gloria Ibarra Puga es el nombre completo de mi madre. Provenía de una familia modesta. Ferrocarrilero su padre, Jesús Ibarra, fue, a la postre, diputado federal. Su madre, Ana Puga, resultó huérfana a causa de la revolución mexicana. Se dedicó a las labores del hogar hasta dirigir su energía al estudio del arte, ya viuda.

De niña, Susana tuvo pocas oportunidades de disfrutar, frecuentemente enferma o con problemas de índole económico para lograrlo. Ya adolescente recordaba fabulosos pasteles que le permitían invitar a los amigos.

Escribió Julio Scherer García sobre su cónyuge en Vivir, Random House Mondadori, 2012:

"Mi madre no quería a Susana y Susana me arrebató de sus brazos; la madre de Susana no me quería y yo la arrebaté de sus brazos. Vivíamos un amor exclusivo...

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