Mi padre

AutorMaría Scherer Ibarra

Mi padre ha insistido, y con razón, que por él habla su trabajo: sus entrevistas, sus reportajes. Se ha negado a cooperar cada vez que algún colega obstinado ha pretendido biografiarlo.

Creo que comprendí que mi padre era un gigante hasta que me matriculé en la universidad. Sabía, por supuesto, que era un hombre importante, querido y respetado, que todo el mundo lo conocía, lo mismo que él conocía a todo el mundo. Casi todos mis maestros me interrogaban sobre él. Querían saber qué me aconsejaba, qué me confiaba sobre el oficio periodístico. La mayoría se alegraba de tenerme entre sus alumnos, como si yo emanara alguna de sus virtudes profesionales. Aunque sus preguntas eran repetitivas, me encantaba escuchar -las más de las veces-la admiración que expresaban.

Mi mamá murió un mes antes de mis quince años. Nos acompañamos en el duelo y mi papá cumplió con el doble rol de la única manera posible, colmándome de amor. Fue él quien me condujo por la vida de mi madre. La conocí a través de sus recuerdos. Me contó su historia mejor que ella misma.

Conservo en un lugar aparte esta tarjeta suya: "Que mi amor te alcance en el camino, te decía tu madre. Y su amor te alcanza en tus hermanos y en tu padre".

También guardo imágenes entrañables. Una se parece mucho a una fotografía que le tomó el papá de mi hijo Pablo. Mi padre está sentado frente a su escritorio. Lleva una camisa blanca. Distingo dos de sus más amadas pertenencias: la foto de mi madre y una banderita de México. Manipula su vieja Olivetti (tiene dos idénticas, por si una se descompone). Los anteojos se le han resbalado y se balancean a la mitad de su nariz.

No sé si interrumpirlo. Se ve muy concentrado. Al fin me decido y separo las puertas corredizas de su biblioteca.

-Hola, pa -le digo. Voltea hacia mí y se quita los lentes. Me sonríe, y toda la dulzura se condensa en un gesto.

-Qué bonitos ojos tengo -me contesta, mientras mira fijo los míos. Siempre han dicho que tenemos los mismos ojos.

No olvido el 23 de marzo de 1994. Ese día, mi padre me enseñó que no hay promesa pequeña. Habían asesinado a Luis Donaldo Colosio...

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